"El Fútbol siempre da revancha. Estoy orgulloso de pertenecer a éste grupo". La primera palabra es orgullo, y la segunda pertenencia. Orgullo por haber tenido revancha, y pertenencia por haberlo hecho todo para volver a vestir la camiseta de la Selección Argentina, otra vez.

Tenía que ser él. La última imagen que el mundo vio del ex Boca con la albiceleste había sido fallando el penal ante Muslera, hace cuatro años en su propio país, por la Copa América. Cuatro años después, Carlos Tévez tuvo que atravesar un largo camino de crecimiento personal que lo alejaba de vestir la camiseta que tanto quiere, la de su país.

La unión del grupo no toleraba los divismos del crack denominado como "el jugador del pueblo", sus idas y vueltas con el público y las declaraciones en caliente y fuera de lugar. Sus condiciones jamás estuvieron en discusión, pero al igual que el nivel colectivo, rozaban la intrascendencia ofensiva. Sabella lo entendió cuando asumió. Si quería fortalecer el grupo por medio de la unión, no había lugar para individualismos. No era una decisión táctica. Sino grupal. No debía haber individualismos para triunfar.

Le tomó tiempo al crack entenderlo, la mayoría del público no lo hizo. Si él debía madurar para volver, lo haría y con creces, aún con el dolor de perderse un mundial. Le llevó un exilio de casi cuatro años y la herida grande de no poder jugar y ayudar a sus compañeros en una final.

Jamás lloró, ni se quejó. Lo aceptó como un hombre, y ese es el primer paso para la superación personal.

Sin declaraciones polémicas. Paso a paso fue dejando el "divismo" de lado, los escándalos, los desplantes, las riñas con los cuerpos técnicos y compañeros. Curiosamente, eso lo volvió un mejor jugador. Dicen que se llama madurez.

Su excelente presente y regular comportamiento en la Juventus, le brindó esa segunda oportunidad. Y la chance ineludible de redimirse. Gerardo Martino miró a Mascherano y a Messi y ellos le contestaron con la mirada: "dale... dejálo que entre a jugar". Porque errar es humano, pero perdonar es divino. Ya no había más diferencias por los divismos.

Ni quejas por no jugar de titular. Ahora el grupo debía estar en el primer lugar. Tévez no sólo lo aceptaba; lo comprendía.

Y tuvo que ser él. Cuando había una especie de conjuro, gualicho o magia negra que protegía el arco de Ospina, una justicia un poco ciega decretó insólitamente los penales. "Chiquito" volvió agigantarse pero no bastó para ser héroe. Cuando Lucas Biglia y Marcos Rojo malograron sus disparos, Carlitos ya sabía el final. Si, debía ser él. No podía ser de otra manera. Como en aquella fase de penales de Copa América hace cuatro años.

Pero esta vez sería diferente... con final feliz. Y allí estaban todos sus compañeros para abrazarlo, felicitarlo... ¿y por qué no? Agradecerle.

Y para darle la bienvenida de esa larga peregrinación personal que necesitó para madurar, y convertirse de una vez por todas en un jugador "de Selección", donde la camiseta y el escudo están primero que uno.

Jamás estuvieron en dudas las condiciones futbolísticas de Tévez. Se dice que para llegar al cielo hay que pasar por el infierno. Tévez da prueba de eso. Su infierno fue NO jugar una final. Pero todo pasa. Todo vuelve. Y todo llega.

Y fue en algún momento de este largo camino de redención -que llevó cuatro años y un mundial- en el cual ambos, el crack y el hombre encontraron el equilibrio. Se encontraron. Y se abrazaron. "El fútbol da revancha". Por supuesto que sí. Bienvenido Carlitos.