España vive el revuelo mediático de unos padres que piden que su hija muera, solicitando a los pediatras la sedación y desconexión de la sonda alimentaria en el hospital donde está ingresada, llegando a recurrir al juzgado para que el titular de primera instancia dirimiera el derecho de la menor a morir.

Valorando la obligación de preservar la vida por parte del personal facultativo, al margen de la peliaguda cuestión de quién es responsable de apretar el botón, el gatillo o desconectar el aparato clínico, es decir, quién le va a poner el cascabel al gato, el magistrado Jorge Martínez Vázquez tiene en sus manos la decisión de autorizar la muerte de la menor Andrea Lago Ordóñez en Santiago de Compostela (España), abriendo un nuevo frente en la polémica que va más allá de la cuestión ética, y que superando el derecho a morir, pone el punto de mira en el derecho a matar.

Lejos de la discusión sobre el suicidio y la eutanasia, habría que matizar cuestiones básicas para emitir un dictamen. La primera es que, sin valorar el estado del individuo, el suicidio es un acto voluntario, llevado a cabo de manera exclusiva por el interesado, y sin que concurra la participación de ningún otro individuo, cosa que lo diferencia tangencialmente de la eutanasia, donde el incapacitado manifiesta su deseo de morir solicitando a un tercero que lo ejecute, ante la imposibilidad de llevar a cabo tal fin por sus propios medios, ocultando bajo el neologismo de “suicidio asistido”, un asesinato consentido por el interesado.

Esta hecho plantea en sí mismo la controversia de que aquella persona que aspira a morir, autoriza a un verdugo a que lo ejecute ―ya sea dulcificado bajo el manto del amor o de la más pura extorsión emocional―, obviando que salvo excepciones como la de los psicópatas homicidas, la mayoría de los seres humanos no están preparados para asesinar, ni para vivir con el peso sobre la conciencia de haber segado una vida.

Pero el fondo del debate de unos padres, sin duda desesperados ante la enfermedad de su hija, es si a partir de ahora se podrá autorizar la muerte de un tercero. Porque en este caso no es el paciente el que solicita la eutanasia, o bien así lo dispuso de antemano en caso de perder la capacidad física o la conciencia. No, en el caso que ocupa es un tercero, los padres, los que solicitan que a otra persona se le aplique una eutanasia paliativa.

Cierto es que la doliente padece una enfermedad degenerativa incurable, pero abrir la puerta a que otros decidan cuándo y cómo deben morir una persona, propone mucho más que una sociedad despiadada, supone sentar el precedente por el que pueden seguir un curso análogo aquellos pacientes aquejados de trastornos como Alzheimer, demencia senil, o ateroesclerosis colateral múltiple, por citar algunos ejemplos.

Si un juez se erige en señor que puede administrar la vida y la muerte, en un país donde no se contempla la pena capital, colocará a la sociedad en el amargo trance de incitar lo más parecido a la muerte selectiva.

Escribía el siglo pasado el poeta catalán Salvador Espriu “a veces es necesario y forzoso que un hombre muera por un pueblo, pero no ha de morir todo un pueblo por un solo hombre”. Descontextualizada la rima, ésa es aproximadamente la consecuencia de la brecha que el togado podría abrir. Parafraseando a Espriu habría que añadir que a veces es necesario y forzoso que una persona viva por todo un pueblo, porque lo contrario es asomarse al abismo del aprendiz de nazi: matar a un hombre es difícil, pero cuando se mata a uno es fácil matar a diez, y cuando se mata a diez es sencillo matar a cien, y cuando se asesina a mil...