Después de la desastrosa 'Prometheus', quizás una de las peores películas de ciencia ficción de los últimos tiempos, el director británico Ridley Scott nos trae 'The Martian' (incomprensiblemente traducida 'Misión rescate' al castellano), una recreación del Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe en la época espacial, con sus rigores y esperanzas.

El tema del náufrago en la isla desierta o, en su defecto, en el reino de los Otros (como en el caso de 'Los viajes de Gulliver' de 1726, aunque en ésta Johnatan Swift tenía claras intensiones satíricas), es un relato inherente a las épocas de expansión imperialista, es decir, un imaginario de mundo que permite aún lo desconocido como una de sus fronteras, opuesto al mundo híper vigilado y panóptico de la contemporaneidad, en el que nada puede realmente perderse.

La exploración espacial, por tanto, le ha insuflado nueva vida: hay todo un universo por colonizar.

La historia de Mark Watney (Matt Damon), en ese sentido, botánico dado por muerto durante una misión norteamericana al planeta rojo y que deberá luego subsistir un año y medio nada más que con su ingenio y sus asombrosas dotes científicas y deductivas, se salta con una sonrisa los aspectos más sombríos del aislamiento y la soledad, que habrían dado tal vez para una exploración de mayor densidad psicológica, apostando en su lugar por la fascinación ante el fetiche tecnológico y el razonamiento científico, casi al estilo de la vieja serie de los ochentas, 'McGyver'.

Así, un compendio de frases y chistes 'cool' buscan hacernos más divertido el naufragio del científico en Marte, mientras se nos convence de que la razón y la ciencia es la fuerza que permitirá sobrevivir a la humanidad: un argumento asombrosamente demodé, neo positivista, que ignora o apenas insinúa los intríngulis económicos, políticos y organizacionales del quehacer científico y aspira devolver a NASA el brillo heroico que tuvo a mediados de siglo XX.

Algo cónsono con la banda sonora del filme, compuesta de música disco: la nostalgia norteamericana por la carrera espacial, por su época de mayor autoestima, con aparición estelar de la sonda Pathfinder de 1998. Nótese, sin embargo, el apretón de manos final con el que cierra esta película: un saludo a China como la superpotencia venidera, y un talismán contra el espíritu de la Guerra Fría.

Las inflexiones de la trama en los personajes son casi inexistentes: planos, lineales, propensos a un heroísmo de historieta, como la tripulación del Hermes, por ejemplo, la nave de misión del protagonista, quienes alargan en más de un año su estancia en el espacio y arriesgan sus vidas, sus carreras y material espacial de NASA en un plan entusiasta por rescatar a su compañero, sin siquiera un instante de duda o de sentimientos encontrados.

Un espíritu épico y siempre sonriente, adolescentoide, casi de equipo de fútbol de secundaria, que al final se ofrece como lección a las generaciones venideras: lo importante es resolver un problema a la vez para salvar el pescuezo.