Un día como todos, me levanto en mi residencia actual en La Plata, preparo mi desayuno y me siento a leer artículos novedosos online. Dando un sorbo a mi taza de café, del cual tuve que optar por comprar el más barato porque los ingresos no son de lo mejor y hay algo notorio llamado inflación, me percato de que son las 11 a.m. y tocan el timbre. Salgo a la puerta y me encuentro con dos nenes, ambos con edades oscilando entre los seis y siete años. Sus caras evidencian poca higiene, las tazas que llevan en las manos ni siquiera se las puede llamar así porque son un tarro de miel sin tapa, y un vaso roído por el tiempo que me es familiar por las figuras borrosas de McDonald's de ya hace muchos años.

Yo intento simular una sonrisa para que los niños no se sientan más incómodos de lo que están, lo cual se hace notar porque refriegan sus pies con sus manos para quitar el lodo que se apodera de ellos. Tomando sus vasos y formulando las mismas preguntas que acostumbro a hacer "¿Cómo están?", "¿Tienen mucha hambre?", "¿Y sus amigos?", "¿Jugaron mucho a la pelota?". Esto basta para que me miren sonrientes mostrando sus dientitos, que son felices con sólo una muestra de atención de parte mía. Mientras hablo, me dirijo a la cocina y vierto en sus potes el yogur con cereales que tanto esperan comer todos los días, ya que es su única comida. Eso sí es indignante.

Después de darles a ambos su alimento, cierro la puerta y al rato cae otro chico, el hermano mayor, de unos nueve o menos.

Lo miro extrañada ya que es la primera vez que lo veo tocando la puerta, debido a que, desde que me mudé a una casa de mi familia, no había tenido la oportunidad de conocerlo. El nene tenía un semblante serio, a pesar de denotar mucha simpatía en su rostro pude ver lo desanimado que estaba.

La verdad es que se sintió muy bien ver lo amable que era el chico, y lo feliz pero al mismo tiempo avergonzado que se fue con su recipiente, el cual procedí a llenar alegremente luego de tener la oportunidad de preguntarle dos cosas para que luego se fuese rápidamente.

Pero más allá de sentir lindo el momento, sentí impotencia al no poder hacer más que eso, darle de comer. No soy los padres que lo mandan a comprar cerveza, ni que le pegan, ni que no le dan el alimento o el afecto que se merecen; soy una chica de diecinueve años tratando de estudiar para mejorar de alguna forma el país. Que desde hace mucho está cansada de ver cómo la sociedad se divide, se crean estereotipos de negro, del nene que roba en 7, del drogadicto, o del típico albañil que te dice cosas repulsivas por la calle.

Creo que esta sociedad se está yendo a un pozo sin fondo y que habría que replantearse qué es lo que ese niño, que tiene vergüenza al pedir comida y de que lo vean llevando botellas de alcohol, va a ser cuando crezca.