No se trata únicamente de que falten las oportunidades. En Oh boy, esa magnífica película que supuso el debut cinematográfico del director alemán Jan Ole Gerste, Niko Fischer -el personaje principal-,  se nos presenta como un joven de muy buena familia, que pese a tener todas las ventajas de una excelente crianza ha acabado por abandonar sus estudios, y que con sus treinta años de edad a cuestas sigue dependiendo aún de la manutención paterna. Su hastío no es fingido y la abulia con la que se mueve por las calles de ese Berlín en blanco y negro tiene mucho de actual.

Niko no sabe lo que quiere, ni tampoco se preocupa demasiado por buscarlo. Los placeres carnales le atraen, pero no lo enloquecen, los amigos son tan efímeros como fugaz es su utilidad, los cigarrillos se suceden uno tras otros y el alcohol le permite ahogar las certezas que lo atormentan, como el hecho de que la relación con su padre es una sucesión de mentiras que habrán de arrastrarlo a un callejón sin salida. Y ni siquiera eso parecerá importarle al final. "Te daré un consejo: córtate el pelo, cómprate unos zapatos decentes y búscate un Trabajo como todo el mundo -le dice Walter Fischer a su hijo al descubrir que este ha dejado la universidad-. Lo único que puedo hacer por ti es ya no hacer nada", pero a Niko esta advertencia le trae sin cuidado puesto que su futuro, le resulta difuso y lejano.

Su mayor preocupación, al fin y al cabo, reside en poder encontrar una taza de café en aquella inmensa ciudad que parece negársela.

La escena impresiona por su actualidad y recuerda en cierta forma, aquel chiste gráfico donde el digno progenitor le pregunta a su hijo: "¿A tu edad, muchacho, no tienes grandes sueños?". Y el joven, recostado con indolencia y algo de apatía sobre el sillón, responde: "Yo, papá, lo que tengo más bien es sueño".

Según relata Hemingway en su obra París era una fiesta, fue Gertrude Stein -la escritora y poetisa norteamericana-, quien les dio a él y a los suyos el nombre con el que luego habrían de ser reconocidos por la posteridad. "¡Todos ustedes son una generación perdida!", cuenta la anécdota que profirió a gritos un iracundo mecánico francés, mientras arreglaba la avería de un Ford T propiedad de la poetisa.

"Vous êtes tous une génération perdue!", y a Gertrude le gustó tanto aquella expresión que decidió hacerla propia y aplicarla a sus jóvenes amigos norteamericanos.

"¡Todos ustedes son una generación perdida!", podríamos decir también ahora. Una generación sin proyectos ni sueños que se mueve sólo por inercia. Una generación que en algún punto ha extraviado las formas y el camino. Una generación, en fin, que parece destinada a malograrse.

 O quizás no, quizás al igual que el mecánico del relato de Hemingway, al hablar hoy de los jóvenes de nuestro presente, de esos "ni-ni" que parecen errar sin rumbo ni destino cierto, sin ocupación y sin esperanzas depositadas en el porvenir, estemos cayendo en el error de minimizar a una generación que aún no ha desplegado todo su potencial.

Que así como no es oro todo lo que reluce tampoco puede la arcilla permanecer amorfa y contrahecha eternamente. Tarde o temprano acabará dando forma a una vasija de barro. O, al igual que Niko Fischer en Oh boy, terminará por beberse en silencio un café cargado con todas aquellas decisiones que nunca antes había sido capaz de tomar.