Buenos Aires se fue a dormir intranquila el día de ayer. Sorprendida, avergonzada. Las expectativas del Superclásico Boca-River, en el marco de la Copa Libertadores, fueron traicionadas a más de un nivel. La aterradora conducta de la hinchada de Boca, arrojando gas pimienta a los jugadores de River cuando salían al campo a jugarse el segundo tiempo del 0-0. La larga espera de 70 minutos, hasta que los árbitros suspendieron el partido. La suspensión misma, que sentenció al coitus interruptus el tan esperado duelo de titanes. Hubo incluso quien reprochó a los jugadores de Boca su impasibilidad frente a los hechos, su falta de un gesto solidario.

Lo cierto es que nadie durmió satisfecho al término de la jornada futbolística.

Este incidente da mucho que pensar respecto a cómo se organiza social y simbólicamente la hinchada en Buenos Aires. Recuerdo haberme sorprendido, recién llegado al país, por la explicación respecto al nombre la célebre 12, la barra brava de Boca, fruto de los excesos de la mítica rivalidad entre dos clubes que compartían barrio en sus orígenes. Me llamó la atención el modo en que el deporte moviliza las identidades locales, determinando la interacción con lo público y lo privado, con ese modo porteño de enfrentarse a la calle cuando es día de partido. De ello, el célebre video del "Tano" Pasman no deja de ser un síntoma llamativo.

El filósofo francés Michel Serres explica en su libro "Variaciones sobre el cuerpo" cómo el deporte conserva el lugar que ocupó el teatro trágico en la antigüedad: forjador de un cierto tipo de ciudadanía, transmisor de un modelo ético para dirimir las tensiones surgidas de la convivencia con el otro. Un modo de normar y organizar nuestros impulsos violentos, nuestro frenético deseo de supremacía.

Un sucedáneo de la guerra. Sin embargo, también afirma que:

"…desde los albores de la historia nos reunimos para luchar juntos contra la violencia, contemplándola; pero ella renace incesantemente y sobre todo en los mismos lugares donde juegan nuestros mejores remedios que, por lo tanto, son temporarios y sujetos al desgaste: hay que volver a empezar".

¿Será entonces el momento de pensar si el Fútbol se ha desgastado en su función de educarnos respecto a la violencia? ¿O quizá convendría preguntarse si acaso no estaremos desatendiendo las causas de dicha violencia, dejando que sea el deporte y el espectáculo quienes se hagan cargo de mitigar las pulsiones más destructivas de nuestra convivencia?

No debe dejar de sorprendernos, en ese sentido, que la violencia en el incidente de ayer se filtrara desde las gradas hacia el terreno de juego y que lo hiciera en un momento de pausa: una irredenta violación del aséptico transcurrir de la competencia, un síntoma de desprecio por las reglas de juego y los márgenes simbólicos en los que toma lugar.

Ni siquiera se trató de una infantil imposibilidad para aceptar la derrota: algo quizá más usual y más fácilmente explicable en los predios del deporte.

No, más bien fue un impulso de radical inconformidad con la idea del juego normado, del fair play cuyos resultados acaso puedan ser impredecibles. Un gesto político, al mismo tiempo, preocupante indicador de que algunos no están conformes con su rol de espectadores en la contienda, de que están dispuestos a cualquier cosa por favorecer a su bando.

Esperemos, de ser así, que el árbitro sepa leer estas señales a tiempo. No siempre se puede esperar demasiado para sonar el silbato y tomar las decisiones necesarias.