Occidente se encuentra paralizado de miedo. Miedo al terrorismo, miedo a los miles de inmigrantes que se escapan del hambre y la violencia en Asia o África, desesperados, a veces eligiendo morir a seguir viviendo en tales condiciones. La disyuntiva es diferente pero afecta a Europa y América por igual.

Los europeos ya no pueden con los frentes inmigratorios de Túnez (Lampedusa), Marruecos y desde Turquía a Grecia. Y en América recibimos cada vez con más frecuencia inmigración africana, árabe y china. Nuestro continente, hecho de inmigrantes, se horroriza menos y tiene una posición de amplitud social diferente al europeo.

No es posible evitar las corrientes con políticas violentas, como tampoco lo resuelve la buena voluntad del Papa Francisco lavando pies.

Hay hambre, miseria, violencia y desigualdad en el mundo de hoy. Y este mismo mundo está globalizado. Los temas sociales dejan de ser sectoriales y también se viralizan. El terrorismo internacional acecha y aprovecha estas corrientes para instalarse y atentar el orden de paz social.

Nos estamos acostumbrando a la muerte. Y eso asusta. Cala en los huesos con profundidad y nos deja pasmados frente a la indignación de lo previsible que sin embargo, igual llega. Y la libertad deja de ser un bien propio para quedar supeditada a los deseos de fanáticos en guerra con Dios, con Obama, o con quien se les plante con una idea diferente.

O a los desesperados intentos de inmigrantes que sólo saben de la superviviencia del más fuerte, caiga quien caiga.

Si no inmigramos pronto a nuestro interior, ese hueco insalvable de conciencia colectiva que nos queda se va a transformar en hoyo negro y todos, inevitablemente caeremos dentro. La reflexión es mirarnos y poder discernir qué nos pasa como seres individuales que lo social tiene hecho trizas.

La voluntad no puede ser doblegada por la barbarie. La paz no se puede negociar en bonos cotizables. Estamos ante un fracaso mundial. Un niño que muere de hambre es un sacrilegio, en el Chaco argentino, en Cuba, en Argelia o en Siria. Un niño que cae bajo las balas o las bombas es un mártir desolado al que dejamos morir; porque hay que hacerse cargo.

Si de verdad somos inmigrantes, en este inside donde no importa raza, ni partido, ni creencia, tal vez, sólo tal vez, salvemos a un pequeño israelita de la bomba que cae sobre su cuerpo inocente. Evitaremos que una madre se ahogue con su pequeña en brazos en el Mediterráneo. Tal vez nos podamos reivindicar frente a nuestros propios hijos, si dejamos de lado la indiferencia.

La vida es una línea de hacer, rezaba el premio Nobel Alexis Carrel; ¡hagamos! No es posible matar socialmente a todos los inmigrantes que nos inquieten. No pueden tampoco los terroristas bombardear a tantos como parecen odiar. Es profunda la problemática, basada en intolerancia, que presenta como reto el mundo de hoy.

En un ida y vuelta sin destino, seguimos creyendo que no nos va a tocar. Hasta que nos mata ese bebé dorado de la villa vecina, o la bomba casera en nombre del Islam, o nos contamina el agua la empresa pastera, o nos rompe la cabeza el marroquí sin esperanza de la esquina de Toulouse.

Estamos cerca, unidos por el hilo inquebrantable de la humanidad, que está necesitando con desesperación de una inmigración masiva al alma, y así, quizá sea posible que una oración se eleve para darnos redención .