Cuarenta años. Es un número que se puede pensar de muchas formas. El medio de una vida, quizás. Supongamos, una vida que arranca en una mesa de torturas, dentro de un campo de exterminio. Llanto emotivo de una madre antes violada, golpeada, lacerada, digna. Luego esa chica tal vez arriba de un avión, semidormida por la anestesia que los verdugos llaman burlonamente “pentonaval”, es arrojada al Río de la Plata que nunca más será color de León. Y el niño o la niña a crecer con una historia inventada, partida, mentida desde el mismísimo origen turbio, sangriento en que se gesta; en el hogar que, en una de esas, pertenece al mismísimo asesino o torturador de su madre, o a su jefe militar o a una empresaria poderosa.

¿Hay un número capaz de cuantificar ese horror? Pregunten en Cultura de la Ciudad de Buenos Aires. Allí se especializan en brindar esas cifras. ¿Y mientras tanto qué? Los medios, por ejemplo. Silencio. O relato amañado a los intereses del poder, que también son ellos. Porque ellos no tienen miedo: son en buena parte sus mentores. Los brutos de uniforme, como durante toda la Historia del país agrogarca, ejecutan, gustosos, el genocidio . La economía, por ejemplo. Se destruye la industria nacional. Se abren las importaciones. Se multiplica la desocupación. Se desvaloriza la moneda. Se endeuda al país como nunca antes. ¿Pero nadie resiste?

Sí, y desaparecen como moscas a diario. Cuerpos enteros de delegados de fábricas, intelectuales, militantes de organizaciones de base, sindicatos, partidos políticos, docentes, artistas...

Y ahí van, en sus filas, las futuras madres preñadas de futuro, militantes ante todo de la vida, con los frutos de su amor en las entrañas a esas mesas de tortura donde alumbrarán a esos chicos que, quizás hoy, cumplan cuarenta años... Parece un cuento tenebroso. Pero pasó en la realidad de un país que cada tanto vuelve a limar los colmillos del vampiro que ha de chuparle toda la sangre.

Un país que sabe hacer del miedo una consigna, del autoritarismo una costumbre y de la injusticia una norma.

Negar lo que pasó es algo muy comun. Se ha hecho con el Nazismo, con el Genocidio del Pueblo Armenio, con la masacre de nuestros Pueblos Originarios. Pero también todos quienes somos humanistas, mujeres y hombres con sensibilidad para las nobles causas, comprometidos con el otro, hayamos o no sufrido en carne propia cualquiera de estos vejámenes atroces.

Hoy campean los Lopérfido, individuos ignorantes gestando ignorancia y paradójicamente al frente de lugares encargados de propagar la Cultura.

Pero como dijera el querido y admirado compañero Rodolfo Walsh, justo antes de que lo asesinaran el 25 de marzo de 1977, en su valiente, extraordinariamente escrita, documentada y conmovedora “Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar”, “[...] las causas que hace más de veinte años mueven la resistencia del pueblo argentino no estarán desaparecidas sino agravadas por el recuerdo del estrago causado y la revelación de las atrocidades cometidas”. Quienes hoy gobiernan lubrican sus glúteos para recibir al jefe del Imperio que bendijo cuanta dictadura y masacre se perpetró a lo largo y ancho de nuestra región, mientras nosotros recordamos a nuestros muertos con el alma en la mano.

No nos importa su humillante entrega: nieguen, tapen, mientan, censuren, callen, persigan, despidan, repriman, tergiversen y hasta maten. Ya saben, de todos modos, que nuestra Primavera vuelve siempre para reparar los daños de su crudo invierno.