Placas gigantes para los flashes iniciales. El primer muerto tiene nombre. Y nos shockea. El segundo es el segundo, a secas. Y nos sorprende. Los siguientes sencillamente se enumeran. Y se nos hacen costumbre.

Si las víctimas vivían en barrios acomodados y asistían a universidades privadas causan más estupor. Si, además, tenían ojos claros y perfiles prolijos, sus rostros permanecen en pantalla casi en cadena nacional, porque igual que en la vida, el paradigma de belleza establecido desde patrones incuestionables, jerarquiza las ganancias. Y no es cosa de andar desperdiciando un punto de rating cuando la tragedia se decide por muertes rubias.

Pasada la conmoción comienza la etapa de análisis y veredictos, con maratones de expertos. Expertos panelistas y expertos televidentes. Expertos en todo. Expertos en toxicología, en narcotráfico, en drogadicción. Expertos en peritajes, en diagnósticos, en autopsias. Expertos en investigación, en corrupción, en connivencia. Expertos en psicología, en problemática adolescente, en conflictos juveniles. Expertos en música y su estrecha relación con la tragedia según su género. Expertos en ser expertos. Mientras que algún micrófono atraganta a todo familiar devastado que algún movilero encuentre a su paso. Porque también somos expertos en duelos televisados.

Poco revisamos de batallas perdidas. De modas importadas.

De avasallamiento y penetración cultural. De diálogos que jamás mantenemos en la mesa. De fármacos que nuestros hijos nos han visto consumir como caramelos de su edad más temprana. De los medios masivos con los que los intoxicamos desde la cuna, consintiendo y suscribiendo cada uno de sus mensajes. Tener para ser. Consumir para existir.

La inmediatez en el éxito como premisa urgente. Eso maman. Eso permitimos que mamen. Con la leche y las cajitas para ser felices. Porque el payaso capitalista nos ha convencido de la felicidad en cajita antes que a ellos.

Y cuando nos cansamos de desgarrarnos las vestiduras ante la realidad según nos la cuentan, hacemos zapping y miramos un ratito la novela turca para sacudirnos tanto presente.

Encendemos un cigarrillo y nos servimos algún whisky porque drogarse legalmente no tiene costo. Respondemos WhatsApps mientras cenamos en un perfecto silencio, apenas interrumpido por el sonido de las teclas de cuanto celular haya sobre la mesa. Y esperamos la próxima barbarie televisada. Si es con nombre y rubia, mejor. Porque las muertes morochas y cotidianas ya no nos sirven para sacarnos del tedio. Esas solo nos vuelven expertos en indiferencia.