Cuando la semana pasada me enteré de que el Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa (79) almorzó con Isabel Preysler (64), en el restaurante de un hotel madrileño y que ya en la calle un fotógrafo les tomó una gráfica en la que se ve al escritor peruano-español escoltando a la dama mientras caminan de espaldas a la cámara, reí; reí porque supe que mi tío, así les digo a mis escritores favoritos, se estaba metiendo en un buen problema. 

También lo celebré porque, a ver, ¿Quién expone tanto? Sí, sólo una figura del toreo, un maestro, ante un Miura astifino y con más de 500 kilos en la Plaza de Las Ventas, en Madrid, ante un público que si no conoce de toros por lo menos lo aparenta.

(¿Quién conoce de toros?, le preguntaron a Rafael Gómez El Gallo, y respondió: las vacas…, pero no todas.)

Lo que diga el Gran Houdini

También sonreí porque las mujeres siempre están presentes en los buenos problemas. En cambio, en los malos soñamos con las caras de los caseros que vienen a cobrarnos la renta del departamento; o, sin soñar, todos los días, de 9 a 18 horas con una para comer, verles la cara y sobre todo el gestos a los dueños de la cárcel que, bajo el nombre de 'denominación social' nos hacen perder el tiempo en la única vida que tendremos salvo lo que nos indique el Gran Houdini desde el más allá.

Y ello, por el dinero, ya en billetes metidos en un sobre o mediante un depósito en el que dos cámaras registrarán cada quince días nuestros movimientos digitales en ese cubículo sucio y vulgar.

Sí, tal parece que además mi tío Mario expone el dinero que tiene y que es mucho en aras del amor, del romance, y por cumplirse -sobre todo− como un protagonista literario de los que, francamente, ya no hay; y permite que su corazón una vez más (lo cursi en el amor es irremediable) decida por él. Asimismo, su actitud escandaliza a mentes tibias, femeninas y masculinas, y a corazones que aunque matrimoniados y presumiéndolo en el anular izquierdo o derecho, según la ideología, se truenan los dedos ante lo que les espera en el invierno dominical de sus vidas.

Tengo que sonreír

Cómo no sonreír y celebrar una vez más que sobresalgan las miradas intensas pero aterciopeladas entre un hombre y una mujer (en orden alfabético); las dudas que oscilan entre me querrá o no; ¿le interesaré o no, o está jugando?, y que son advertidas por quienes en las mesas adyacentes a la nuestra lo comentan a través de un diálogo en que los ojos todo lo palabrean.

¿Y si hago el ridículo ante un hombre tan inteligente e interesante, en el que a cada segundo tengo que olvidar que es un premio Nobel? Pero eso me lo recuerda el admirador que le pide un autógrafo y que es imitado por muchísimos. Yo también tengo lo mío…; tanto, que él lo desea. Creo.

Es vasto el pensamiento entre un hombre y una mujer; o las imaginaciones que ocurren entre ellos en los lapsos en los que están juntos. ¿Y si le digo no al Nobel? ¿Pasaría por eso a la historia? A la mía, sí; a la literaria, también, indudablemente. ¿Es tan importante nuestra historia, la suya y la mía unidas? Ante el malestar de los que nos rodean ¿será una anécdota más?

Lo que me sorprende, sabiéndolo siempre Nobel, es su soledad que ahora elige las mejores palabras para seducirme.

Al ver sus ojos, a menos de medio metro en la mesa del restaurante, lo imagino de joven pero no como en las fotos de sus primeros libros, sino en lo que ocultó su rostro en ese momento, quizá a petición del fotógrafo en turno, pero al revés, válgame el cantinfleo y que. parece, estaba destinado sólo para mí.