Este verano viajé al norte argentino con dos amigas. Fue un viaje inquieto, de acá para allá, total todo está "ahícito nomás"

Iruya era uno de nuestros destinos. Llegamos en un micro que salió de Humahuaca a las 10:30 am y costó $40. Fueron tres horas de viaje por un camino entre la montaña y el vacío. Con los colores, animales y el Río Grande encantando el recorrido. El boca en boca decía que Iruya era un sueño, sacada de un cuento...Y era cierto.

Iruya se encuentra en el límite de Salta con Jujuy por el este, a 2.780 metros sobre el nivel del mar.

La primera impresión es que está colgado de una montaña, a través de la cual se asoman construcciones de adobe, piedra y paja.

Las calles de adoquines son estrechas y en subida. Son hermosas aunque difíciles de subir con peso en la espalda. El premio es que te descubren vistas increíbles. Además cuanto más arriba, más accesible es el hospedaje. Las casas de familia ofrecen camas, cocina y duchas. En la mayoría hay una terraza que funciona de lugar de encuentro. Así fue en donde dormí, a las 21:00 ya se sentía el humo y olor a asado, surgían los primeros trucos, una botella de Norte pasaba de mano en mano y las conversaciones entre argentinos y españoles tenían de fondo canciones de Rock Nacional.

Desde 1995 Iruya es Lugar Histórico Nacional, gracias a que sus costumbres, vestimentas y viviendas siguen la misma tradición que hace 250 años. El pueblo aborigen se entrelaza con el hispano y funcionan en armonía las culturas. Los habitantes hacen un gran esfuerzo para que no se pierda su identidad a pesar del intenso Turismo.

En Iruya hay una plaza principal donde los chicos lugareños invitan a los turistas a jugar un picadito, después se sientan a la sobra en las gradas de cemento y toman una gaseosa fría. También hay un mirador en la entrada del pueblo que funciona de plaza y antesala de la Iglesia, amarilla con tejas celeste. Ahí, con vista al serro de los cóndores nos sentamos, como muchos, a tomar mates con tortilla y ver ocultarse al sol para dar paso a la luna que por la altura se esconde tempranamente tras el Mirador de la Cruz.

Mientras contemplaba todo sin querer sacarme nunca la imagen de las pupilas, llegó Jazmín, caminando con su amiga Brisa por la calle que sube de la plaza. Tiene cuatro años, pero por su desenvoltura parece de más. Lleva su pelo oscuro atado en una larga cola de caballo. Su sonrisa es enorme y brillante, y sus ojos también sonríen. Vive en La Banda, el pueblito al que se llega cruzando un puente de maderas y tensores. Todos los días se levanta, desayuna y se dedica a jugar con sus hermanos mirar Violetta. Caminan solitas, con la confianza intacta a la tranquilidad de su pueblo que duerme la siesta, la recibe con calidez de hogar, las cría con valores casi extintos, con la humildad, la paz y la simpleza como emblema.

A mí me llama la atención. Quizás es el miedo, la paranoia a la que estamos expuestos. Quizás es el estado constante de alerta en el que vivo, el "cuidado si vas a tal lugar, si volves tarde" y pienso que sería hermoso, de verdad hermoso, poder confiar con los ojos cerrados, con la noche encima y la calle oscura en la tranquilidad de mi ciudad, que es parte mía, que forma mi identidad.

Pero volvamos a Jazmín. Jugamos toda la tarde. Nos reímos, gritamos y saltamos. Al final del día, Jazmín que siempre tuvo una tiara rosa en la cabeza, me contó en secreto que ella era una princesa. Cuando nos despedimos puso su tiara sobre mi cabeza y me aseguro que yo también podía serlo.