¿Cuántos de nosotros, no hemos observado alguna vez, que resultábamos más atractivos cuando nos encontrábamos en una fase melancólica de nuestra vida? ¿Cómo, ese estado atrae de un modo misterioso a muchos de los que nos rodean?
Y es que, en cuanto a belleza, no hay nada escrito, lo mismo que no lo está respecto al arte ni al buen vino. Este concepto, viene más bien a adaptarse a condiciones socioculturales que, en diferentes periodos de tiempo y contexto, se adaptan a un modelo de belleza determinado. Aunque, en estos últimos tiempos, tal diversidad está condenada a desaparecer, desde que han empezado a crearse modelos específicos de belleza, que pretenden hacernos clones.
Sin embargo, siguen y seguirán existiendo, esas características que siguen emanando una constante sensualidad. Como la melancolía.
Es importante señalar que no hemos de confundir una melancolía ocasional, (cuando observamos llover a través de la ventana), de una melancolía que se repite durante días, donde el individuo pierde total interés por sus relaciones sociales. Aquí entraríamos en un estado de depresión y esa no es la cuestión a desarrollar en este momento.
Yo diría que la melancolía nos conduce directamente al espíritu y a otros aspectos de nuestra naturaleza. Pequeños restos culturales y psicológicos, pasando por los típicos estados emocionales, hacen que, cuando nos hallamos melancólicos, nos cambie el gesto y nuestra forma de actuar.
Y, curiosamente, eso nos hacer resultar especialmente atractivos.
La melancolía se rodea de una mezcla de componentes que podrían ser los responsables de transmitir esa sensualidad que, a muchos, no suele pasarnos desapercibida.
Uno de esos componentes, sería la aureola de misterio que envuelve a la persona, haciéndole adoptar una mirada ausente, profunda y lejana que, inevitablemente, incita a la ternura. Esa mirada que, les hace parecer más vulnerables, suele resultar muy apasionante.
Añadiría que, a veces, conocedor de este sensual atractivo, el melancólico no es tal, sino que se hace.