Para muchos analistas la guerra contra el autodenominado Estado islámico (EI) está llegando a una etapa de desenlace en los territorios ocupados de Siria e Irak.
Terminado el conflicto, el EI habrá dejado como cruel herencia en los territorios que estuvieron bajo su control una población diezmada por las violaciones a los derechos humanos y masivas migraciones de civiles en busca de un futuro estable; una economía regional en ruinas y la destrucción del valioso patrimonio histórico y arquitectónico, que fuera fuente de considerables ingresos para las arcas nacionales.
Panorama que para estos dos países con una dura historia reciente a sus espaldas, será difícil de revertir en el corto plazo sin un fuerte apoyo internacional.
Pero el radicalismo islámico, queriendo o sin querer, no sólo habrá cambiado la morfología medioriental. También Europa siente el golpe político y demográfico de este conflicto mundial.
Más allá de los brutales atentados perpetrados por seguidores del EI en Francia, Bélgica y Alemania, Isis y la guerra en medio oriente han dejado al descubierto grandes fracturas en la cohesión interna de la Unión Europea, la cual, evidentemente, aún no había sabido saldar las cuentas con su propia integración.
Los grandes flujos de refugiados huyendo de la guerra hacia Europa generan tensiones internas entre los países comunitarios que de algún modo desestabilizan un equilibrio que se demostró más precario de lo que parecía.
Seguramente la primer victima fue el tratado Schengen de libre circulación de las personas en territorio europeo. Sin que éste se derogara, algunos países miembros comenzaron a “desoírlo” de algún modo en el tentativo de evitar el acceso a su propio territorio de inmigrantes irregulares.
Por otra parte, estados como Italia o Grecia con confines abiertos al mar, lamentaron no haber recibido por parte de la UE el suficiente apoyo en la contención de la migración clandestina, al tiempo que países continentales alzaban nuevamente barreras fronterizas abolidas treinta años atrás.
El golpe más duro para la Europa Unida llegó de la mano del Brexit: el referendum por el cual más de la mitad de los ciudadanos del Reino Unido deciden que su nación debe abandonar la UE. La razón más influyente de los electores a votar la salida fue precisamente el miedo (exacerbado por la derecha británica) a una probable llegada masiva de exiliados huyendo de las zonas de conflicto.
La idea de millones de refugiados en camino hacia el continente también alimenta con nuevas excusas los apetitos de sectores que desde siempre elaboran sus políticas con una dosis de fundamento racial. Movimientos de derecha ultra-nacionalista como Front National en Francia o Lega Nord en Italia encuentran en los refugiados renovados argumentos para exigir a sus propios gobiernos seguir el ejemplo británico y abandonar una Unión que podría conceder asilo político a los prófugos de guerra y establecer cuotas de recepción para cada país miembro.
La Unión Europea logró sobrevivir a la fuerte crisis económica del 2008, aunque con profundas secuelas. Sin embargo el fenómeno de los refugiados sirios le asestó un duro golpe.
Hoy tiene de frente un difícil examen. Tendrá que adaptarse internamente a los reclamos de los países más afectados por sus propias políticas económicas para lograr evitar el efecto dominó de una eventual “brexit en cadena” y mientras tanto establecer estrategias nuevas (que abarquen no sólo a los estados miembros) para afronta los efectos de las desigualdades de riquezas entre zonas diversas del globo; diferencias éstas que generan continuos movimientos migratorios. Todo ello sin olvidar que un siglo atrás la dirección de las migraciones era en sentido contrario.
El rostro de la Europa que conocimos en los últimos veinte años está cambiando y buena parte de la responsabilidad la tiene una guerra que tal vez la Unión Europea, aún siendo parte, subestimó o consideró erróneamente lejana de sus propias fronteras.