Pareciese un ejercicio de retórica inútil hablar sobre Marx por estos días. Ya nadie cree que entre las clases sociales pueda existir una rispidez que justifique alguna observación de mediana complejidad. Sin embargo, podría llegar a suponerse que los escenarios construidos por la novedosa madeja informativa representan un truco que distrae, o mejor, disciplina el entendimiento sobre uno de los pilares fundamentales de su filosofía.
¿Por qué lo haría, si acaso se forja con este concepto harto debatido y ya anacrónico, una inútil prevenda a los sectarios y fundamentalistas del gran pensador alemán?
Hoy por hoy no protesta en las calles gente sumisa, de un aspecto que instigue a la revolución; y la otra, arropada y segura de sus fines, también asegura que los tiempos han cambiado y que se requiere poner el cuerpo, enseñar un discurso combativo, impropio, casi hurtado a las clases sociales a las cuales denigran, para acaso, apurar se ajusten los siniestros engranajes de lo importante. Pero, ¿qué es esto que se juzga importante para unos y otros? ¿no es acaso una línea de llegada, un compromiso que se asume todos los días, con gente que comulga en cuanto a nuestro nivel social, y que legitima esa pertenencia con gestos precisos, hábitos recurrentes y preciados?
Hay un concepto que debe debatirse y cuya solución puede brindarnos la perspectiva adecuada de los modernos ecos de esa tensión.
La fe vista como una solución a priori de aquellos proyectos que nunca convergen, y que en unos puede ser fin, en otros puede reproducir nada más que un peligro mayor. La convicción de que existe una sola clase social nos ayudará a comprenderlo mejor; existe aquella que ha llegado y aquella otra que se apresura por llegar. Una sostiene que la legislación ha dejado de representarla, la otra recurre al dogma de lo ilegítimo del compromiso social, por lo cual el orden se reduce a insincero y dañino.
La ley domina ambos escenarios y centraliza la discusión . Es la que, -como un cuerpo radioactivo- irradia ese convenio fortuito, siempre endeble entre partes antagónicas que nunca reconocerán que es ella; la fe, la auténtica responsable de todo; es la que excede a nuestro mero manejo intelectivo sobre la voluntad, la que domina nuestras ideas y apuntala nuestro proyecto; la que señala cuando deben llegar las clases oprimidas a satisfacer sus reclamos, y desdibujar la génesis de ese conflicto para reducirlo prácticamente a la nada.
Las clases oprimidas procuran simplemente llegar, pero llegar impide a las oprimentes categorizarse, y así, el complejo de la fe se realimenta con la pura beligerancia. Los aparatos ya no están, la información circula por parámetros ciegos, las estructuras que soportaban la débil convivencia entre magnitudes absolutamente discordantes se derrumban. Ahora se los ve; ya están casi cara a cara, es probable que un día de estos se decidan finalmente a batirse en alguna plaza republicana.