Comenzaba el trayecto de Humauaca a Iruya. Fue el último lugar que visité en mi viaje al norte. Sabía que era un lugar único por sus características. Aquellos que ya habían viajado con anterioridad me lo advirtieron.
La característica distintiva es que el pueblito está dividido en dos. Entre medio, un arroyo que se extiende a lo largo. Cuando llueve, suele crecer bastante. Pero cuando no, se puede ver el camino de tierra y piedras que marcan el camino.El camino a hasta el lugar no es para nada sencillo. El micro debe subir por caminos demasiado angostos y al borde del precipicio.
Por momentos daba la sensación de estar suspendido en aire. Para los temerosos era mejor no mirar.
Al llegar, cada uno de los viajeros bajamos nuestras pertenencias. Mochilas y carpas abundaban. El dilema era dónde Íbamos a hospedarnos. Teníamos la duda de si ir a un hóstel o un camping. Pero rápidamente se nos acercó un hombre. Claramente era del lugar. Nos ofreció un habitación a cambio de 40 pesos el día. No lo dudamos. A esa altura del viaje la plata no abundaba y si podíamos ahorrar, mejor. “Síganme” nos dijo el señor. Mientras caminábamos detrás de él, apreciábamos la belleza del lugar. Eran las seis de la tarde y el sol se estaba escondiendo entre las montañas. Se podía ver con claridad su inmensidad y altura.
Desde lejos parecían bastante empinadas, y nos daba la sensación de que no lograríamos subir hasta la cima. Además las nubes tapaban parte de la sierra, lo que tumbaba aún más nuestra esperanza.
Atravesamos varias casas precarias, y descendimos hasta llegar casi al lado del arroyo. Nuestro paisaje eran las montañas que estaban del otro lado del pueblo.
Mejor vista imposible. Con respecto a la habitación, no era más que un cuarto con cuatro paredes y colchones tirados, una lámpara que colgaba del techo, y un pequeño baño en donde no salía agua caliente. Pero esos colchones fueron la gloria, debido a que hacía varios días que dormíamos en carpas.
Una vez acomodados, se hicieron las siete y media, casi ocho.
Estaba oscureciendo. Sin embargo teníamos ganas de movernos, de recorrer. No lo pensamos dos veces, fuimos a lo que llamaban allí el mirador de la cruz, que era sencillo subir .y además, se podía apreciar todo el pueblo desde arriba. Fue uno de los lugares más lindos del norte. Las casas iluminaban el lugar. Era la única fuente de luz que había entre la inmensidad de las montañas. Un lugar paradisíaco a esa hora. Intenté tomar una foto pero no logré representar ni en lo más mínimo aquello que veía. Abundaba la paz y el silencio. Y así nos quedamos casi una hora, callados, apreciando la vista que teníamos.
Decidimos abandonar la casa al día siguiente. No estábamos muy conformes, pero además, enfrente nuestro se veía un camping con mucho verde y bastante gente de nuestra edad.Esa tarde-noche fuimos a tomar unos mates en las afuera de la iglesia.
Entre mates y palabras llegó la noche y únicamente alumbraban algunos faroles de las pequeñas calles. Pero en ese preciso instante, ocurrió algo mágico. En un pestañeo, nos encontramos con que el pueblo se había quedado sin luz. Todo era oscuro. No se veía absolutamente nada, sólo la infinidad del cielo y las estrellas. Era estar en una obra de teatro en primera fila. Algo que, nuevamente, no puedo explicar con palabras. El silencio se apoderó de nosotros por unos segundos. Luego seguimos hablando contemplando el lugar.
La conclusión: Iruya tiene algo que la distingue del resto de los lugares.