Asegurar que Messi no contentó la hambruna futbolera del público podría sonar casi hasta antipatriótico. Sin embargo, es cierto. Ayer no fue el mejor partido de Messi. Tampoco lo fue el de sus compañeros de equipo. Tampoco de los rivales chilenos. Muchas menos cosas podrían agregarse a los dichos del entrenador argentino. Sencillamente el partido fue la perfecta excusa para lograr juntar hasta a los más enemigos a comer una picada.

Un día después del triunfo de Argentina sobre Chile uno a cero se desataron un sinfín de confrontaciones filosóficas vinculadas a cómo debe jugar la selección: los que ayer apostaban al 'como sea', hoy están disconformes con lo que sus ojos vieron en la noche del Monumental.

El Argentina-Chile de ayer fue la mejor de todas las excusas posibles para que todos los que esperaban mejorar sus cuerpos rompan sus dietas; o para que algún extraño ser de algún mundo más extraño que no estuviese tan interesado en el partido, desista por completo de ello; o también pudo haber sido un buen motivo para ponerse a leer sobre neurociencia o de la historia medieval.

Pero no. Y aunque no fue el mejor partido de Messi, de ese pibe, este loco que ahora hasta corre insultando a los árbitros y enaltece a aquellos que osaban cuestionar sus rasgos referidos al carácter, este loco de venido a rubio ayer estaba en cancha. Y mientras Messi esté en cancha, sobre esa cancha posarán los ojos enteros de las galaxias enteras.

Messi en cancha es la ilusión de la llegada de la Navidad, en cada pelota. Messi en la cancha es la ilusión de que todo lo malo se puede revertir y todo lo bueno se puede superar. Este pibe no tiene fronteras, no las conoce. Menos detecta los límites impuestos por los descubrimientos de Newton con respecto a la gravedad. Nada ni nadie.

Ni Trump, ni Aristóteles en vida, ni la imaginación de Borges o Bioy Casares hubiesen encontrado algún límie a ese pibe.

Y, aunque no fue el mejor partido del argentino, el partido sólo tuvo eso: la ilusión de ver jugar a Messi.