Tal y como su legendario antecesor de los 80's, Mad Max: Emperatriz furiosa inicia con una serie de violaciones: cuerpos penetrados por el metal, distorsionados y aprovechados como simples objetos vivientes de consumo. Pero en vez de sufrirlos la mujer e hijo del protagonista, el atormentado ex policía Max (Tom Hardy), como en la versión original, es su cuerpo el sometido a esa violencia: ataduras, rapado de cabello, tatuajes forzosos y marca al hierro, amén de la extracción de sangre para insuflar vida a los Warboys de un clan de guerreros-mecánicos ordenado feudalmente por su caudillo, "Inmortal Joe" (Hugh Keays-Byrne).
Esta violación hermanará a Max en la lucha de las jóvenes esposas del caudillo, que contagiadas del verbo feminista por la rebelde Emperatriz Furiosa (Charlize Theron), deciden huir hacia, literalmente, pastos más verdes.
El conflicto contra un orden patriarcal anciano y estéril está representado en el escenario mismo en que toma lugar: un mundo castrado, exprimido de sus recursos hasta el agotamiento y la sequía. Un desierto surcado únicamente por hombres (o mujeres disfrazadas), a la usanza de la mítica A Boy and his Dog (1975) de Harlan Ellison.
Los vehículos en este yermo se hermanan con sus conductores, receptores de la libido desbordada de los primeros: nada que no pase hoy en día en los filmes de carreras.
Es lógica entonces la rebelión de las dadoras de vida: mujeres embarazadas (o próximas a estarlo) que quieren decidir el destino sus cuerpos, en contra de los designios del caudillo, preocupado sólo por lograr hijos sanos, en un mundo cada vez más atrofiado y mutante.
Como era de esperarse, el caudillo monopoliza también los escasos recursos del mundo: agua, árboles e incluso leche materna, mientras la plebe sedienta trabaja en el desierto circundante, nunca entendemos muy bien en qué ni por qué, a la espera de sus dádivas traducidas en emanaciones de agua.
El macho alfa reclama para sí el derecho de la vida y de la fecundación, y mantiene a raya la libido de sus seguidores más jóvenes con la promesa de vida eterna en el valhalla de los caídos en combate.
Algo interesante es el rol casi secundario que cumple Max en este combate, en comparación con su homóloga Furiosa: un interesante cambio de roles que sería aún más potente de no estar adormecido estéticamente por el propio patriarcado que se supone combatir.
Por más deseo de autonomía que tengan las mujeres del harem del caudillo, ávidas de liberarse del cinturón de su castidad (como las feministas de los 60's de los sostenes), no pueden liberarse del imperativo holliwoodense que hace de ellas versiones controladas de lo femenino: delgadas, impecables, jóvenes y semidesnudas. La primera escena en que las vemos es prácticamente una propaganda calentona de car wash.
Esto que traiciona en no poco el hecho de que ellas mismas asuman –aunque sin despeinarse- un rol protagónico y no pasivo en el combate contra sus perseguidores, o que les oigamos frases como "no tienes que hacerlo porque él te lo diga" a lo largo de su aventura con un Max a quien ninguna despierta un ápice de deseo.
Lo contrario de la Emperatriz, mujer también castrada (le falta un brazo) y arrancada de su verde hogar originario.
"Mujer hermosa es la que lucha", podría ser el subtítulo del amor que surge entre ella y Max, pero no puede concretarse en un estrechar de cuerpos, más allá de una transfusión de sangre que le salva a Furiosa la existencia. La violenta inseminación, así, es contrapuesta al intercambio entre pares. La cópula, sin embargo, es sacrificada.