El dilema presentado en Capitán América: Civil War (Marvel Studios, 2016) se exhibe muy bien en el poster que anuncia la película, estrenada en Buenos Aires a principios del mes de mayo. Dos rostros enfrentados, el del Capitán América (Chris Evans) y su colega Iron Man (Robert Downey Jr.), simbolizan un conflicto dialéctico largamente sostenido en el imaginario estadounidense.

Dos modelos opuestos e irreconciliables, nacidos de un mismo conflicto como las cabezas de la Hidra (que no Hydra): de un lado la Norteamérica corporativa, globalizante, altísimamente industrializada y que se maneja en el ámbito de las burocracias mundiales con sagacidad y arrogancia; del otro la Norteamérica tradicional, nacionalista, irreductible en sus empeños, la misma que calla secretos de la Guerra Fría.

Esta película no podía ser sino una larga batalla intestina, cuya aparición estratégica de cara al panorama electoral estadounidense no debe pasar inadvertida.

El planteamiento inicial del filme, además, no podría ser más actual y necesario. Las víctimas casuales, los que no llevan traje ni armadura pero que pagan el precio de las guerras, mirando con rencor a quienes están, supuestamente, para defenderlos. Un planteamiento a lo Watchmen que inicia el resquebrajamiento del grupo de superhéroes, al proponerles ser regulados por la ONU.

Pero si bien el film quiere hacerse eco de esa preocupación por los daños colaterales, mucho más cercana en este mundo posible a un industrial de la guerra como Iron Man que a un fanático como el Capitán América, el relato tuerce rápidamente sus esquemas y cede a la paranoia al mejor estilo George W.

Bush: los acuerdos firmados y la supervisión internacional son una camisa de fuerza para la intervención de los justicieros, únicos capaces de dar con la verdad definitiva.

El terrorismo, de nuevo, termina inclinando la balanza hacia los poderosos, y proponiendo a quienes pagan el precio que no se dejen consumir por la sed de venganza.

Un argumento moral muy conveniente cuando se es el perpetrador histórico, pero no tanto en boca de los damnificados, que en este relato ocupan, nada más y nada menos, que el rol del antagonista.

En ese sentido, la tibia escena final de encuentro entre el villano Zemo (Daniel Brühl) y Black Panther (Chadwick Boseman), ambos resentidos por la pérdida de seres queridos en el conflicto internacional, no permite una verdadera identificación ni con el primero ni con sus motivos, ni con la venganza evanescente del segundo, embutido en su traje negro a la gatúbela.

Tal y como en vida real no lo logra hacer la vindicación terrorista, la tragedia del antagonista permanece oculta, relevada de la importancia que, inicialmente, el filme prometía para las víctimas colaterales.

Eso sí: hasta qué punto este discurso sobre la venganza permite la satanización de las víctimas, no es algo que al filme le interese explorar. Y es mucho más fácil no hacerlo, cuando en Europa se mira con verdadera desconfianza a los refugiados Sirios (que perfectamente podrían ser de Wakanda o de Sokovia, países ficcionales destrozados por los vengadores) y en Estados Unidos la campaña de Donald Trump promete un muro que los separe de México.

Prefiero quedarme, en ese sentido, con la frustración de un Tony Stark que sigue a cargo pero no obtiene la satisfacción de su venganza: la Norteamérica poderosa y resentida del 11-S que debe, como el vapuleado War Machine (Don Cheadle), volver a aprender a caminar.