Muchos fuimos a ver X-men: Apocalypse (2016) teniendo en mente dos cosas: por un lado el fracaso de la tercera entrega de la vieja trilogía, la triste X-men: The Last Stand (2006) que sepultó la saga y obligó al consabido reboot con que se le otorgó sangre nueva, y por otro la esperanza de que este filme pudiera al menos emular la estupenda trama de The Age of Apocalypse (1995-1996) en los cómics. La verdad resultó ser más semejante a lo primero.
Lejos de otras apuestas de Marvel como Capitán América: Civil War (2016), más arriesgadas en el cuestionamiento de su propio conservadurismo, esta entrega de los X-men recuerda los episodios de la vieja serie televisiva, en que al final todo volvía a su estado inicial, a la espera de un nuevo complot y un nuevo antagonista.
El film ofrece una trama aguachenta e insostenible, cuya mayor virtud es aplanar sus derivas secundarias haciendo de ellas un mero spot publicitario o videoclip del personaje –el caso de Quicksilver (Evan Peters) es el perfecto ejemplo de ello–, más con el ánimo de coleccionar una barajita nueva en el álbum que de emprender una historia comprometida con su propia resolución.
Esto se hace evidente en la ausencia de diálogo y densidad psicológica en los antagonistas, liderados por un Apocalipsis (Oscar Isaac) bastante poco convincente en materia de vestuario, reiterativo en su monótono mensaje monárquico, sin explicaciones, ni grandes discursos, ni nada que no sea su poco exigente papel del archivillano.
El caso de Magneto (Michael Fassbender), en ese sentido, es de lo más tétrico de la película: en un golpe bajísimo y facilista a más no poder, se asesina nuevamente a su familia para forzarlo a volver al bando de los malos y, después de devastar medio planeta con sus poderes, se le perdona gracias a un súbito golpe de conciencia al final.
Si las víctimas colaterales alzaban la voz del resentimiento y ocupaban en Capitán América: Civil War el cuestionable lugar de los antagonistas, en este filme de Bryan Singer vuelven a estar silenciados, invisibilizados, tanto como las bombas atómicas que, en el colmo del absurdo, Apocalipsis arroja al espacio a mediados de la historia, justo antes de anunciar su originalísimo deseo de devastar el planeta.
Así, por obra y gracia del Deus ex machina, el relato termina siendo una fábula desresponsabilizadora de los poderosos, cuyas intromisiones internacionales estarían más que justificadas de cara a ese antiguo mal que despierta en el Medio Oriente y logra seducir a los resentidos de Europa en el proyecto de un nuevo orden mundial. Semejante timing respecto a ISIS y el terrorismo Islámico no puede ser otra cosa que una alegoría.
La conclusión con que la película se contenta no es más que el mensaje paranoide-democrático de siempre (simbolizado en la rápida restauración de la Mansión X) por encima de los antiguos revivals feudales (la Pirámide de Apocalipsis resurgiendo del suelo), siempre y cuando aceptemos, eso sí, la lección de la que Mystique (Jennifer Lawrence) se hace portavoz: no ser simplemente estudiantes, “sino soldados”, siempre dispuestos a preservar un status quo que los rechaza y los culpabiliza.