En cada franja de color disparaba una frase distinta pero que marcaba una leyenda única, clara y precisa: "nuestro templo", "nuestro mundo", "nuestra vida"; se prepararon para ver por primera vez juntos el desenlace de la final en el Morumbí de Sao Pablo frente al Palmeiras, con el que una semana atrás habían empatado uno a uno en la Bombonera.

Parecía imposible ganar en Brasil, era una hazaña si pasaba, era épico si se conseguía, más aún por lo que había hecho el equipo local, empujando con varias situaciones de riesgo sobre el arco de Óscar Córdoba sobre todo en el segundo tiempo; así y todo, el partido había terminado empatado en cero y cuando Epifanio González pitaba el final solo quedaban los penales y rezar.

Beto y su viejo lo hacían. Se habían arrodillado en el piso mirando la pantalla, habían apagado la radio y puesto el televisor en silencio, sólo había imágenes y la misma que se veía del living de la casa del barrio de Caballito era la que Riquelme tenía frente a la pantalla, de rodillas en el piso del campo de juego, en el campo de batalla, en tierra Santa, en la casa del país eternamente rival, y no había que perder. Los rivales hacían lo mismo, todos abrazados de rodillas en el césped, inclusive su técnico Luiz Felipe Scolari. El cielo tenía un dilema, qué rezo escuchar.

Empezaron los locales con Alexandro de Souza que convirtió, pero enseguida agarro la pelota con autoridad el mellizo Guillermo Barros Schelloto y replicó con el empate; la igualdad era en uno; padre e hijo inmutados, seguían rezando; Beto tenía un rosario que le había regalado su abuela, la madre de su papá en un viaje al interior del país justo el verano anterior y se aferraba cada vez más a ello, pero había hecho tanta fuerza que su cabeza había terminado inmersa en la camiseta xeneize.

Luego había tomado la pelota Faustino "el Tino" Asprilla pero Córdoba lo conocía, el destino puso dos colombianos en un penal clave y el arquero adivinó el palo y atajó; Beto y su papá estallaron, se abrazaron, se pararon, saltaron, la emoción los invadía, querían llorar pero los nervios no los dejaba; todo fue hasta que agarro la pelota Juan Román Riquelme, él no podía fallar, fue con tranquilidad, camino despacio, acomodó la pelota, y cuando se dispuso a patear le cambió el palo al arquero; ahí sí, explotaron en Caballito y el grito de gol se escuchó en todo el barrio; la escena de los segundos pateadores se repitió con Roque Júniors para el Palmeiras en la que Córdoba volvió a adivinarle el palo pero ésta vez hacia su izquierda y el Loco Martín Palermo convirtió para Boca.

Estaban arriba 3 a 1 pero no querían festejar, esperaron que pateara Rogerio, dieron un saltito cuando remataba, curiosamente el mismo daba el Virrey en el Morumbí, pero convirtió, y estaban 3 a 2; necesariamente el Patrón Bermúdez la tenía que meter porque Boca quería la copa, porque esperaba el Real Madrid, porque Maradona estaba en el Estadio, porque Bianchi tenía que repetir en Japón lo que había hecho con Vélez, pero más que nada porque para Beto y su papá era la posibilidad de seguir soñando, y aspirar a ver su equipo en la final más importante, en la Intercontinental, en la del Mundo, y el capitán no les falló, y esa noche salieron de Caballito, aún en el estado en el que estaba su viejo, a festejar al Obelisco.