Entre la razón y la locura

Los mensajeros no llegaron a tiempo para impedir el crimen; todas las decisiones del emperador, una a una, lentamente como gota de agua que horada la piedra, habían ido desencadenando odio, ira y fuertes deseos de venganza.

Naturalmente, esto se materializó en diversas conspiraciones que perseguían un único fin: asesinarlo. Hasta que un día, Casio Querea lo logró, valiéndose del inteligente accionar de la guardia pretoriana.

La oportunidad estaría dada cuando Calígula diera un discurso frente a una multitud de jóvenes que participarían en diversos juegos.

Casio fue el primero en apuñalarlo, pero no el único. Le siguieron todos los conspiradores. También apuñalaron a su mujer y destrozaron el cráneo de su hija Drusilla contra un muro.

Al ser advertido el hecho por su custodia personal, y como él ya estaba muerto, sólo pudieron cobrar venganza con la vida de algunos senadores presentes, familiares y cualquier transeúnte que se hubiese cruzado por allí.

Y la sangre siguió corriendo, dado que al sucederlo en el trono su tío Claudio, este ordenó la ejecución de los que habían matado a su sobrino.

Durante su gobierno, el asesinado emperador no cesó de repetir: “que me odien a condición de que me teman”, haciendo de esto su estilo de vida.

Decidió vestirse como un dios, al que todos le rindieran pleitesía y adorasen como tal; firmaba documentos públicos bajo el nombre de Júpiter. Estatuas y templos fueron erigidos en su honor.

Cruel en extremo, obstinado, derrochador, manipulador y arrogante, llegó a matar por pura diversión. Se jactaba de haberse acostado con las mujeres de todos sus súbditos y hasta con Agripina, Drusilla y Julia Livilla, sus tres hermanas.

Pasaba noches enteras hablando con la luna: "Odio la lluvia porque no hay luna”, manifestaba.

Sólo amaba con devoción a su caballo Incitatus de Hispania y siempre repetía: "Es el único que me quiere, y el único ser inteligente del imperio además de mí”. Llegó a otorgarle el título de Cónsul y a consultarle sobre diversas cuestiones de Estado.

Cada cumpleaños le obsequiaba un collar de piedras preciosas. Le construyó una caballeriza para su uso exclusivo de mármol y marfil rodeada de jardines, por los cuales se paseaba todos los días custodiado por los sirvientes a quienes les confió su cuidado.

A la hora de la siesta Incitatus debía descansar, por lo tanto, quien fuera responsable de toda alteración del orden en dicho horario, lo pagaría muy caro -con su propia vida-, si el caballo se despertaba. Sobre el animal, insistía: "Es el único que me ama”.

Todos sabían que lo iban a matar. Él se creía un dios.

El día veinticuatro de enero del año 41, fue el día en que el emperador murió, ¿los mensajeros no llegaron a tiempo?

Epílogo: Sólo los muertos habrán visto el fin de la locura.