Como la célebre The Matrix (1999) en su momento, Tomorrowland (2015) de Brad Bird se pone la camiseta de Alicia en el país de las maravillas para entrar en la cancha de la ciencia ficción. Pero a diferencia del sombrío film de los hermanos Wachowski que, heredero del cyberpunk de los 80's, que abogaba por el despertar de la humanidad en un callejón sin salida; el nuevo film de Disney se erige más bien como un canto al optimismo del sistema, un elogio a los soñadores desprovistos de toda problematización incómoda, al mejor estilo de un Peter Pan adulto contemporáneo.

Protagonizado por George Clooney (Frank Walker, el viejo niño genio) y Britt Robertson (Casey Newton, la adolescente elegida), el filme se erige contra los relatos apocalípticos que dominan el Cine de masas desde hace ya algunas décadas, haciéndolos responsables directos -máquina de taquiones mediante, claro- de los malestares políticos y climáticos que aquejan al siglo XXI y que ocasionarían el colapso de la humanidad. Pero lo que consigue en ese sentido es satanizar ficcionalmente al mensajero, lo mismo que hace el poder con la denuncia del cambio climático: la culpa es de los medios, la solución es pensar en positivo.

Esta religión del optimismo se muestra sin reservas en el empeño de la protagonista por llega a la tierra prometida, un mundo secreto futurista -suerte de Neverland de los nerds- donde son llevados los escogidos, las mentes privilegiadas del mundo real, para que puedan dar rienda a su mentalidad creativa y sus intereses autistas.

Tomorrowland es el sueño de conducir a la humanidad sin preocuparse por vivir: un mundo sin envejecimiento, sin problemas de clase, raza o religión, una utopía para pocos de la que es difícil no hacerse demasiadas preguntas. La perspectiva opuesta, justamente, a lo explorado en Elysium (2013) de Neill Blomkamp, reconciliado más bien con la idea del Think-tank y de los Illuminati, esa vieja receta del gobierno de los pocos buenos sobre los muchos, retomando la promesa positivista del progreso como si el siglo XX y sus horrores científicos no hubiesen ocurrido jamás.

Por otro lado, el relato parece buscar afinidades con la época dorada de la ciencia ficción (no faltan guiños a la generación de Hugo Gernsback), que aparecía en revistas para adolescentes, entregada a la necesidad de lo sorprendente: cuando la humanidad podía fantasear con sus propios inventos sin ocuparse en el daño que causarán a la larga.

Algo reflejado en el filme, donde los ubicuos agentes del gobernador de Tomorrowland (un desabrido Hugh Laurie) vaporizan seres humanos sin contemplaciones ni explicaciones ni escándalos.

La ironía es que el sueño alcanza su fin en el cuerpo mismo de un infante: Athena (Raffey Cassidy), una robot angelical que encarna perfectamente la ilusión de Tomorrowland, un mundo sin más futuro ni verdad que los del amor entre un niño inventor y una robot enviada a reclutarlo y prolongar su entusiasmo creativo. Obviando el poco logrado chantaje lacrimoso del final, la metáfora no deja de ser poderosa: no hay más alternativa que renunciar al deseo juvenil para volver al complejo mundo real de la vida adulta.

Y así, como no hay hadas madrinas que vuelvan carne y hueso a Pinocho, tampoco existen nobles oligarquías científicas que piensen por nosotros las soluciones. Tomorrowland nos vende una azucarada alternativa a la responsabilidad colectiva, a la culpa heredada de generaciones industrializadas, pero que contienen las mismas y antiguas razones de quienes juraron que la razón científica nos salvaría.