Una segunda oportunidad (2014) es de esas películas que perturban al espectador de manera gratuita y lo atrapan en un círculo vicioso, que por lo general en su rol de testigo pasivo de las miserias humanas ajenas lo vuelven mucho menos sensible que lo esperado porque no hay espacio para la reflexión en las conductas extremas de todos los personajes, sin importar las causas que los llevan a tomar esas decisiones drásticas, dado que todo es trágico e irreversible.

Para la directora danesa, Susanne Bier (algo sobrevalorada) no existen límites a la hora de la crueldad.

Tal vez el mundo para ella -o su visión de él- padezca de una enfermedad terminal, que arrastra la condición humana y las miserias individuales, donde el camino hacia la redención se encuentra absolutamente vedado a todo aquel que en primera instancia no haya pasado por un martirio, movilizado por la culpa, claro está, o sencillamente no haber escapado a la mueca del destino en pleno intento de felicidad.

La dialéctica del contraste es utilizada por la realizadora de Un mundo mejor(2010) de la manera más simple, aunque no por ello menos efectiva: en una cara de la moneda se exhibe la tranquila vida del protagonista –Nikolaj “Lannister” Coster-Waldau-, familia formada con esposa y bebé, un trabajo de policía que se encarga de temas de violencia doméstica junto a un compañero de ruta -Ulrich Thomsen- con quien complementan tareas cuando se trata de lidiar con delincuentes o personas violentas, precisamente como el caso de la otra cara de la moneda, donde además de tratarse de un heroinómano, golpeador, la particularidad la constituye un bebé criado en condiciones deplorables; abandonado en una bañadera sucia o escondido dentro de un placard, cuando llegan los policías.

Hasta aquí el mosaico de sordidez refleja el tono del film, con la sequedad característica, que ya es marca registrada de la directora de Hermanos(2004), y que establece por un lado el regodeo permanente con las penurias de sus personajes y por otro la distancia casi quirúrgica, producto de su cinismo para con las historias que desea abarcar.

Lo único que puede adelantarse, sin ánimo de spoiler, es que la muerte del bebé del policía, repentina, inesperada, tanto por sus involucrados como por el espectador, desata para el protagonista una catarata de situaciones límites en las que la culpa forma parte del motor de sus decisiones extremas, a veces reprochables desde un punto de vista de valores, pero que forman parte de un dispositivo cinematográfico al servicio del golpe bajo como concepto más que como muestra ilustrativa, y que por momentos expulsa cualquier grado de identificación primaria del espectador.

Una segunda oportunidad es un título mentiroso en base al derrotero del relato; es una invitación al drama seco y lacrimógeno, que seguramente encontrará su público, pero que bajo ningún punto de vista puede ser considerado amplio, salvo que exhiban su carnet de masoquismo al día para ingresar a la sala.