La ciudad de Cali es el contexto en el que se desarrolla el segundo opus del director colombiano Oscar Ruiz Navia, Los hongos -2014-, y que tiene por protagonistas centrales a una dupla de adolescentes Ras y Calvin, de diferentes clases sociales pero con un sentimiento y objetivo en común: expresar en el arte urbano mediante el grafiti el descontento de su generación en un país de extremas diferencias culturales y atravesado por un militarismo creciente, que bajo pretexto de mantener el orden social apunta a las libertades individuales y mucho más si se trata de la juventud.
La segunda idea de Los hongos se conecta pura y exclusivamente con una lectura simbólica desde el título y que alcanza una magnitud distinta en tanto y en cuanto se observe la película desde la propuesta integral que abraza el tono realista, pero no necesariamente se estanca en una representación documental de la realidad.
Los hongos crecen donde reina la podredumbre, expresan –por decirlo de algún modo- la victoria de lo vital en condiciones desfavorables y en escenarios donde en teoría no podrían sobrevivir. Algo parecido expresan estos jóvenes, pero también el resto de los personajes que acompañan el relato (el padre de Calvin, la abuela de Ras), todos desde un lugar distinto podrían caracterizarse como sobrevivientes de un sistema opresivo.
A veces invisible, otras no tanto –desde la presencia omnipresente de la policía-, el enemigo se encuentra adentro y no afuera o en el terreno de la abstracción. Son las calles peligrosas y el territorio violento en disputa aquello que marca el conflicto central y lo que potencia en cierto modo la rebeldía adolescente, que en el caso particular de este segundo opus del director de El vuelco del cangrejo -2009- encuentra cauce en el armado de un enorme grafiti en el que distintos artistas dejarán una marca y el indicio de una resistencia silenciosa e indomable.
Pero también entran en juego, desde el relato, aspectos como: la familia; la amistad; la crítica política, a partir de la ironía y de una puesta en escena expresiva para sintetizar conceptualmente hablando la estética buscada desde el primer minuto por Oscar Ruiz Navia.
La decisión de no recurrir a actores profesionales para extraer de las personas de carne y hueso y de sus propias experiencias la espontaneidad y verdad, que muchas veces desde los terrenos de la actuación ortodoxa es una asignatura pendiente para muchos directores, es adecuada en relación al conjunto de la propuesta, como así también cierto despojo del esquematismo para someterse al azar que cada historia lleva consigo.
La cámara viaja a la par del caos interno de la historia, busca en los recovecos en que descansa la mirada de estos jóvenes que en ese deambular sin rumbo, en realidad dejan en claro que avanzar no siempre implica dirigirse hacia adelante, avanzar es cambiar desde la actitud frente al mundo y una de las maneras de hacerlo es a través del cuerpo y de la mente en armonía con aquello que nos rodea.
El Cine debe producir el cambio cuando se despoja de su empecinamiento de captar la realidad sin intervenir en la percepción de la misma y en eso se destaca el compromiso del realizador colombiano Oscar Ruiz Navia.