Paradójicamente, En la cuerda floja -2015- es un film irregular que trastabilla al comienzo por no encontrar el tono adecuado a semejante hazaña visual, pero que logra equilibrarse promediando la segunda mitad en la que el espectáculo de la tecnología 3D descolla gracias al talento de Robert Zemeckis y su capacidad narrativa clásica intacta.

A veces hay películas donde amerita invertir en los anteojitos 3D para gozar de una manera mucho más intensa el despliegue visual que esa tecnología bien utilizada puede llegar a proporcionar en manos de directores que saben explotar la imagen.

Desde la proeza de Forrest Gump -1994- que seguía el recorrido de una pluma en el espacio, donde la cámara encontraba el encuadre flotante y danzaba con ese minúsculo elemento hasta lo que significa haber hallado la mejor historia posible para explorar en la profundidad y en la perspectiva del 3D como ocurre En la cuerda floja -2015-.

Para muchos, la historia de Philippe Petit y su histórico cruce de las torres gemelas en 1974, -antes de su inauguración-, resulta conocido si es que tomaron contacto con el documental ganador del Oscar Man on wire -2008- de James Marsh. Pero más aún, no puede pasar desapercibido el 11 de septiembre de 2001, cuando ambos rascacielos fueron derribados.

En la cuerda floja intenta recuperar de manera nostálgica aquel espíritu de sueños imposibles, y establece así un paralelismo bastante básico entre la proeza del equilibrista francés y aquel símbolo del poder imperialista.

Zemeckis reconstruye los interiores de lo que pudo haber sido el rascacielos en plena construcción y hace de ese mega emprendimiento el mayor obstáculo para el protagonista y su grupo de secuaces, en tono de película de atraco bancario con chances de que salga mal. Esa tensión y cúmulo de situaciones extremas, que pueden dar por finalizado el sueño de Philippe en cualquier momento son, en parte, la antesala ideal para que el cruce en la cuerda consiga el efecto emocional buscado.

Por momentos el 3D se une a una mirada poética, que se ve exacerbada y que acompaña de manera justa la imagen, la sensación de libertad o de esa suspensión del espacio y el tiempo en la altura, hace del film una atractiva experiencia a nivel sensorial. También está logrado el efecto del vértigo y la adrenalina por el uso correcto de la profundidad y de los encuadres que maximizan la imagen.

No obstante, en donde el film de Robert Zemeckis –también guionista- trastabilla en más de una oportunidad, es en la primera mitad y en el fallido recurso de utilizar al protagonista como narrador desde la Estatua de la Libertad. El francés impostado y el inglés mal hablado a propósito le quitan seriedad a la aventura. Así, un desaprovechado Ben Kingsley queda totalmente opacado por el grupo de secundarios que acompañan a un Joseph Gordon-Levitt sobreactuado en su loca proeza.

La idea de que los sueños no se concretan sin cómplices queda demasiado subrayada, así como el espíritu artístico relacionado con lo genuino también se resume en una especie de fábula que no ayuda en lo más mínimo a la historia de superación, sumando el apunte humorístico elemental por el que se pierden preciados minutos que podrían haberse trasladado de manera eficaz al verdadero sentido de ese desafío.