Y todavía se preguntan por la alegría.

Es que muchos nos habíamos olvidado de celebrar el calendario. Como aquel que prefiere pasar de largo sus cumpleaños. Como quien evita los aniversarios porque sólo le recuerdan lo que han dejado atrás, con nostalgia y vacío.

Nos habíamos olvidado de festejar. Nos lo hicieron olvidar a la fuerza los que durante muchos años llenaron de tanques la plaza, de sangre las calles y el aire de muerte. Los que nos prohibieron la palabra, las ideas, la música y la vida. Los que nos callaron a golpes y nos ultrajaron hasta la memoria.

Los que sellaron su paso con una guerra absurda con nuestros niños como frente de batalla. Los que jamás se arrepintieron de tanta desidia.

Nos habíamos olvidado de festejar, porque cuando se fueron ellos vinieron los otros. Los que intentaron ponerle obediencia y punto final a tanto grito. Los que nos remataron las empresas, el país y la confianza. Los que prorratearon en cuotas nuestro voto y nuestra dignidad. Los que nos vendieron discursos del uno por uno más caro de nuestra historia. A los que les compramos, por torpes o por infames.

Nos habíamos olvidado de festejar porque después no hubo tiempo para festejos. Había urgencia de pasajes, de pasaportes, de visas, de exilios.

Cualquier tierra que pudiera convertirse en nuestra tierra era mejor que esta tierra de la que huíamos con más prisa que culpa, con más desesperación que tristeza, con más alas que raíces. Celebrábamos tener antepasados inmigrantes que sirvieran de chapa para cruzar el charco. Borrón y cuenta nueva en patria prestada.

Nos habíamos olvidado de festejar porque otra vez la calle se llenó de balas, de sangre y de muerte.

La esperanza se nos escapó en helicóptero y la miseria se apoderó de todo. El pasado resucitó sus fantasmas, nos dio un par de cachetazos, nos cobró su factura con intereses y nos retornó a la vieja pesadilla. Otra vez nos quedamos sin calle, sin plaza y sin festejo. Eran tiempos de "sálvese quien pueda". Y muchos no pudieron.

Nos habíamos olvidado de festejar porque había que reinventarse. Había que sacudir el polvo y las cenizas. Había que levantarse de dónde fuera y cómo fuera. Había que limpiar el aire y la conciencia. Había que resucitar de tanta muerte. Había que resolver, reconstruir, renacer. Había que escribir nuevas páginas para que las viejas valieran la pena. Había que volver. Había que creer. Había que confiar. No podíamos festejar porque había mucho por hacer si queríamos seguir siendo.

Y lo hicimos. De a poco y con mucho por delante. Pero lo hicimos. Por nuestros antepasados. Por aquellos a quienes callaron y ultrajaron. Por los secuestrados. Por los asesinados. Por los huesos que aún buscamos.

Por los niños. Por sus madres y abuelas. Por los chicos de la guerra. Por los sobrevivientes. Por los exiliados. Por los marginados. Por los excluidos. Lo hicimos. Y un día, recuperamos la calle y la plaza. Y volvimos a celebrar el calendario. Por la historia que parimos y el suelo que nos merecemos.

Y algunos todavía se preguntan por la alegría, cuando lo llamativo es que hayamos sobrevivido a tantos años sin nada que festejar.

¿Si soy militante? Sí. Militante, a ultranza, de la sonrisa.