Felipe tiene cinco hijos y madruga para ir a trabajar. Suena el despertador y tiene que apagarlo rápido para no despertar a los nenes que tienen un ratito más para dormir antes de ir a la escuela.

A duras penas logra levantarse. Va al baño, se lava los dientes y la cara con un agua tan helada que le lastima la cara pero el calefón eléctrico tarda mucho en calentar y no tiene tiempo que perder, sino llega tarde al trabajo. Pone la pava y come un pan del día anterior. Eso sí, primero se asegura de que haya suficiente para que los hijos tengan para comer con manteca en el desayuno.

Se pone su campera remendada y sale a la calle. Afuera hace 2 grados bajo cero. Camina las quince cuadras que lo separan de la estación de trenes. Cuando llega saca boleto y espera. Por el altavoz avisan que la próxima formación tiene un retraso de 20 minutos. 

Llega el tren, apenas logra subir en el furgón. Todo el trayecto con un manubrio de bicicleta clavado en los riñones. Una hora y media duró el viaje. Baja en la estación y va a la parada del colectivo que también viene lleno y sube como puede, el chofer cierra la puerta y el queda apretujado contra ella. Así viaja los 30 minutos restantes, sabiendo, además, que cada minuto que pasa en el colectivo es un minuto que llega tarde al trabajo.

Debía haber entrado hace exactamente media hora. Con miedo ficha su entrada y el supervisor le grita delante de todos sus compañeros y lo amenaza con dejarlo sin empleo. Como tiene cinco bocas que alimentar agacha la cabeza y acepta quedarse una hora más ese día. Transporta sobre los hombros bolsas de harina de 50 kg. No deja de hacerlo hasta las siete de la tarde.

No da más, literalmente. Sale después de una ducha y lo espera la vuelta.

Llega a su casa a las nueve de la noche, la mujer lo espera con algo que parece un puchero, el pedacito de carne se lo dejan a los chicos. Igual no importa, mañana juega la selección, les prometió a sus hijos llevarlos a festejar. Nunca los llevó al cine, ni al teatro, ni a cenar afuera, ésta es la gran ocasión que quedará marcada en la historia de la familia: "El día que papá nos llevó a festejar al obelisco".

Ya se lo imagina, separó la plata de los boletos, y hasta ¡¡¡para comprarles un pancho!!! Van a pasar un momento increíble.

Ese día todos madrugan su ansiedad, preparan la tele desde temprano, el mito va a aparecer en su televisor de catorce pulgadas, en su barrio nadie ostenta un LCD. Va a ver jugar al mejor, en el trabajo le cuentan de Messi en el Barcelona, él no tiene cable, por lo que sólo puede verlo cuando juega en la selección. 

¡¡¡Mate cocido y tortafritas para todos!!! ¡¡¡Hoy se festeja señores!!!...

Luego de apagar la tele, Felipe se da vuelta y aparece ante sus ojos la escena que no quería ver, las miradas tristes de sus chiquitos. Es la promesa perdida de un padre, él iba a cumplirla y preparó todo para hacerlo.

Daba por descontado que el sábado se viajaba al obelisco y se comían panchos. En las vidas pequeñas estas son cosas grandes.

Felipe no odia a Messi. El confiaba en Messi y en nadie más, porque es un héroe y eso hacen los héroes, aparecen en el momento exacto para salvarnos a todos. Pero nadie lo salvó de la derrota, ya no va a haber "día de festejo en el obelisco" ni recuerdo con papá.

Vuelve a la rutina el lunes y espera otra oportunidad, porque no quiere que Messi se vaya, él quiere verlo brillar. Mientras tanto carga tantas bolsas como puede para juntar la plata para ir a festejar...