Un niño persigue una gallina fugitiva por las calles de un suburbio de Nueva Delhi, en la India. Los harapos que viste el pequeño y su terca obstinación por alcanzar el ave denotan que no la quiere particularmente como mascota. Un turista canadiense inmortaliza el momento con su cámara Canon. “Hunger”, pensó que sería un buen título para esa escena. Pero luego lo pensó mejor: “Globalization”.
De esta escena hace ya más de 15 años, y la reflexión de nuestro casual corresponsal era clara: la culpa de que ese niño tuviera hambre la tenía la Globalización.
Una reflexión, por cierto, poco original. Por aquel entonces era aquello un dogma, ese conocimiento poco fundamentado y tan enérgicamente repetido que se vuelve sentido común. Nadie dudaba que la globalización fuera un nefasto proceso irreversible.
La globalización, podríamos decir, es un proceso mediante el cual se transnacionalizan las relaciones de los pueblos, de los grupos, de las personas. Las nociones de nación y los rasgos de pertenencia a un espacio se difuminan en una aparente mezcolanza homogénea, que penetra los poros de la tierra de la mano de los avances tecnológicos en telecomunicaciones y transporte. El capitalismo, contracara de esta moneda, encuentra así el caldo de cultivo óptimo para conquistar todo tipo de mercados y movilizar los factores productivos a la caza de ventajas comparativas.
La valoración que por entonces se hacía de este fenómeno era claramente negativa. La globalización no solo implicaba perder lo local y autóctono, sino que además era responsable de que los índices de pobreza y desigualdad crecieran a niveles nunca antes vistos.
Pero nuestras percepciones cambian, aunque no siempre respondiendo a lógica alguna.
Si hoy me compro una casa difícilmente me pronunciare mañana en contra del concepto de propiedad privada. Quien no haya cambiado de parecer en su vida, sin embargo, que arroje la primera piedra. ¿Estamos hoy ante una inconsciente e implícita reivindicación de la globalización? Mmm… ¿implícita?
Para responder a nuestro acertijo es el momento de que finalmente ingrese a escena el actor principal.
Con ustedes, ladys and gentleman, Mr. Donald Trump. Controversial, histriónico, verborrágico. El actual presidente de los EE.UU. simboliza, exabruptos mediante, la avanzada mundial de las corrientes (neo) nacionalistas, aislacionistas, conservadoras. Es un movimiento que se opone al intercambio indiscriminado entre las naciones, sea este de mercancías o de personas. Ni más ni menos que una clara y explícita oposición a aquel proceso que hace tiempo denominamos globalización.
Con las cartas sobre la mesa, ahora hacemos 2+2. Con lo denostada que está la globalización, este personaje de jopo prominente debe ser no menos que ídolo. El mundo debe estar a sus pies proclamándolo su salvador. Pero aquí yace, sin más, la esquizofrenia global: Donald Trump, lejos de ser un mesías, es un Lucifer con cuenta de Twitter.
Ahora que vemos el precio de lo local, la globalización no nos parece tan mal.
En Trump se condensa entonces una gran corriente política que se opone a las migraciones indiscriminadas y la mundialización en exceso de las sociedades y la economía. Corriente que encontró expresión también en el “Brexit” británico, en la arremetida catalana en España, y en las grandes performances de las ultra derecha en las últimas elecciones en Holanda, Francia y Alemania. Como ven, paradójicamente estamos hablando de manifestaciones que se ubican mayormente en la derecha del espectro político. ¿La misma derecha “globalizadora” de los tiempos de nuestro niño indio corriendo la gallina? Vaya lío. Esquizofrenia.
La globalización, por contraste, parece estar convirtiéndose en un valor positivo para el ámbito de la izquierda y el humanismo porque asegura, cuanto menos, la tolerancia y aceptación del otro. En esas parece ir el mundo de hoy y sus dramáticos cambios valorativos, mientras que Donald, el rey de la literalidad, le construye un muro sólido a la globalización para que se convierta en el novel mártir de turno. Algún día no muy lejano, si seguimos así, quizás los dogmas también reivindiquen a Trump.
Siamo fuori.