La aparición en diciembre de 2015 del séptimo capítulo de la saga Star Wars, "El despertar de la fuerza", nos llenó a muchos de esperanza después de la decepción de las tres entregas de la precuela (los funestos episodios I y II, sobre todo), pero también de recelo una vez anunciada la compra de Lucasfilms, productora del propio George Lucas, por parte del colosal Disney Pictures.
Y si muchos temíamos una versión edulcorada, plagada de Jar Jar Binks tropezando al subir las escaleras, esta nueva película ha traído aire fresco a una saga moribunda.
Lo curioso es que lo hace a partir del mismo relato contado en la trilogía original (IV, V, VI): un mensaje secreto viaja oculto en un robot que da tumbos por el desierto, hasta encontrarse con quienes, queriéndolo o no, serán protagonistas en un conflicto histórico que atañe a toda la galaxia. El calco va más allá de las similitudes entre el planeta Jakku, donde se inicia la aventura de Rey (Daisy Ridley), y el clásico Tatooine que habitaba Luke Skywalker (Mark Hamill); la secuencia de persecución inicial, infortunios desérticos del robot, encuentro fortuito con la protagonista e inclusive, más adelante, la famosa escena de la cantina o del ataque aéreo a la superestación militar capaz de destruir planetas, son a estas alturas lugares comunes de la narración.
Sólo que en Episodio VII son manejados con conocimiento de causa, lo cual las convierte en guiños o, inclusive, actualizaciones, updates de lo narrado mucho más torpemente por Lucas en 1977.
Aun así, se agradece la fidelidad a la estética del filme original, un detalle que la precuela no supo cuidar, en su desmesurado entusiasmo por crear toda suerte de alimañas y paisajes alienígenos novedosos. Episodio VII alcanza a ratos el mismo sabor desesperado de las magistrales secuencias de El imperio contrataca (1980), como la de apertura del filme en plena masacre de un remoto poblado espacial, sin perder un humor mesurado, ligero y respetuoso con la audiencia.
Como las tragedias griegas, el relato de Star Wars consiste en una épica política en el marco de un dilema familiar.
Estos nuevos protagonistas, en ese sentido, se nos presentan como huérfanos: una chica que espera el improbable regreso de su familia en Jakku y un joven desertor del ejército antagonista, reclutado forzosamente cuando era niño. Cosa que no impide, claro, la reaparición de los personajes clásicos, en particular el carismático Han Solo (Harrison Ford), gran ausente de la precuela, cuyo destino es hallar la muerte en manos de su propio hijo, el jedi oscuro Kylo Ren (Adam River). Es así como una nueva generación de personajes toma el relevo del universo ficcional de Lucas: sepultando muy dignamente a sus predecesores. Un relevo, por demás, metaforizado a la perfección en la escena final, en que la protagonista le entrega a un anciano Luke Skywalker el sable que alguna vez le perteneciera a él y antes a su padre.
Esa herencia, no obstante, también simbolizada en el casco del legendario Darth Vader que el antagonista atesora, debe ser rescatada de las ruinas (¿de los filmes anteriores?), tal y como hace Rey en su planeta inicial con las enormes naves espaciales derruidas durante la guerra: rescatar lo reutilizable y dejar morir lo demás. Igualmente saquea Episodio VII a la vieja trilogía, rindiendo homenaje a sus muertos y cerrando de un portazo el universo expandido desarrollado en libros y cómics previos a la era Disney de la empresa. He allí el verdadero despertar de la fuerza.