Ya cuando el avión atraviesa las nubes se puede contemplar la belleza de la bahía.....allí, frente a mis ojos se extiende en toda su identidad, Salvador de Bahía, Brasil. El agua del mar acaricia sus playas en estas cinco y diez de la mañana que aquí recibe a los viajeros con el sol. Inmigraciones me detiene en una fila interminable, donde se mezclan los idiomas, con predominio argentino, y el esfuerzo de las autoridades y personal en ayudar a quienes necesiten.

Mi valija? No aparecía, cuando incomprensiblemente una sonrisa increíble se acercó y me llamó por mi nombre con la valija en la mano. El camino del aeropuerto al hotel, surcado por inmensas cañas de bambú, que al desaparecer comienza a mostrar a los lados de la autopista ese maravilloso y duro contraste que las diferencias sociales sólo crean. Un hotel majestuoso, con el personal más cálido y atento que he conocido, con una señora adorable que me perseguía desde la cocina para que pruebe el zumo de sandía o si quería los huevos más cocidos. Descanso...breve...y a beber la ciudad. Autopistas interminables, que limitan la capacidad de reconocerla a pie, pero inmensas, ágiles.

El Faro de Barra...increíble, con una playa bellísima, donde la gente se sienta en sillas de jardín a contemplar la puesta de sol, consigo mismos, pero juntos. Las calles de la zona, multiculturales, bohemias, un mixture de gente fascinante, bella. 

Luego el Corredor da Vitória, una burbuja maravillosa de profunda raigambre cultural con sus edificios exclusivos, sus museos, sus comercios y uno de los pocos lugares a los que se accede y recorre totalmente a pie.

El Barrio Histórico....único, bello, con sus mujeres ataviadas con ropas coloridas y personajes increíbles que te dedican una sonrisa y te hacen sentir halagado regalándote más cosas de las que te venden,  un collar precioso que luces feliz, como si fuera de esmeraldas.

El mercado de esclavos, donde vendían los portugueses su incomprensible carga. Con sus pinturas, su gente charlando en la vereda, estudiantes y bohemios por doquier. En un extremo se alza la Iglesia de San Antonio, no hay que visitarla si no queremos pedir al santo por una relación de amor....y más allá, la emblemática iglesia de San Francisco, donde disfruté de unos músicos exquisitos, que nos regalaban su arte, y diferentes turistas recibían embelesados ese premio...me incluyo.

Los edificios gubernamentales se hayan en un sector de la ciudad más alejado, imponentes, enormes, las universidades, la presencia cultural por doquier, la religión, también.

Un pueblo maravilloso, con un predominio alto de ascendencia africana de los que los bahianos están muy orgullosos y con razón: ellos tienen clara su identidad y la llevan con dignidad e inconfundible belleza.

En los supermercados y paseos en general, los habitantes aprecian el respeto y lo dejan notar, haciéndome sentir en casa, como en cualquier lugar, simplemente humanos compartiendo el mundo.

Y un regalito: Praia do Forte. Bueno, qué decir, playas increíbles, con los pescadores conviviendo con los turistas, con una iglesia también ofrecida a San Francisco, pintadita de celeste y blanco, recortada sobre la inmensidad del mar. Y la reserva de tortugas marinas, un proyecto al que el gobierno apostó fuerte para hacer partícipes a los lugareños y así integrar la responsabilidad y el cuidado de esa hermosa especie. Con un centro comercial animado y lleno de idiomas, visitado desde todas partes del mundo, con sus restaurants y tiendas de ropa, con sus pinturas y casas de alta costura.

Con sus moradores resistiendo en pequeñas casitas el embate del capital, inexorable. 

Salvador...un lugar de ensueño, con su policía altamente entrenada requisando a toda hora por doquier, con la amabilidad y sonrisa de su gente, con sus colores y su mar increíble, con la risa de los niños y los pájaros que cantan desde las cuatro...

Salvador de Bahia, un lugar fascinante, que si te quedas lo suficiente, aprendes a amar.