La reciente aparición en cines de Ant-man: el hombre hormiga (Peyton Reed, 2015), decimosegundo filme de la empresa Marvel Comics y último de la segunda fase de su universo cinematográfico compartido, se inserta cómodamente en el formato pulp explorado más ambiciosamente en las numerosas X-Men y Avengers, puntas de lanza en la puesta al día del imaginario cómic cuyo objetivo son tanto padres como chicos por igual. De un modo más fresco que otras aventuras nostálgicas recientes, el hombre hormiga reúne los lugares más comunes del antihéroe a la Stan Lee, pero en un relato cuyo desarrollo visual recuerda más a la ingenua Querida, encogí a los niños (1989) que a la legendaria Viaje alucinante (1966), inspirada esta última en un relato de Isaac Asimov y mucho más cercana al contexto que vio nacer al superhéroe, cuyo debut fue en la historieta Tales to Antonish de 1962.

La actualización del relato ocurre, entonces, dentro y fuera del plano ficcional. El hombre hormiga tradicional de la historieta, el doctor Henry Pym (interpretado por Michael Douglas en el filme), ocupa ahora el lugar del mentor, cediendo el traje a Scott Lang (Paul Rudd): un típico underdog norteamericano en busca de la redención y reconciliación familiares que la sociedad estigmatizante le niega por haber estado preso por robo. La asociación con las hormigas, casi que huelga decirlo, es automática: sin tener nombre, a lo sumo un número, las hormigas obreras son los individuos reemplazables del engranaje.

Un estigma que el filme ayuda a reproducir, sin embargo, con su aproximación racista y estereotípica al latino estadounidense, asociado al mundo de la delincuencia, de los inmigrantes trabajadores que, ante la menor oportunidad, no dudan en volcarse al mundo del crimen.

De hecho, la distinción entre el protagonista y sus cuates no se hace notar solamente en su tono de piel, sino en su firme deseo de redimirse y también, como él mismo lo enuncia, en sus estudios de ingeniería electrónica. La secuencia inicial del filme, que muestra una cárcel con un tema de Salsa de fondo es, en ese sentido, de un pésimo gusto político, cercano a las opiniones de Donald Trump.

El heroísmo y la redención les llegará, eso sí, cuando decidan volcar sus talentos al sabotaje industrial, impidiendo que el nuevo presidente de las empresas Pym, Darren Cross (Corey Stoll), un pálido bosquejo de Lex Luthor, entregue su modelo de traje miniaturizante a los inescrupulosos terroristas de Hydra. El resto del relato es fácil, tan predecible como la enemistad entre el protagonista y el nuevo marido de su ex esposa, quien además será el policía a cargo de detenerle.

De allí que resulte más verosímil la presencia de la hormiga gigante, convertida en mascota de la hija del protagonista al final, que el edulcorado almuerzo familiar en que éste finalmente se redime. Pero esa es, paradójicamente, uno de los momentos más altos del filme: los de su inmersión cínica, sin muchas solemnidades ni fanfarrias, en el discurso cómic, delirante a ratos, irresponsable, como ese trencito gigante que aplasta las patrullas de policía durante el combate final. Las escenas, digamos, en que el relato se aleja del simulacro de realismo que brindan los efectos especiales y señala con una sonrisa el plástico de su propia careta.