La aparición de Jurassic Park (1995) marcó un hito en las posibilidades técnicas de la cinematografía de la época gracias a sus amplias y realistas tomas de dinosaurios en manada, sus secuencias trepidantes de persecución y suspenso, es decir, gracias a los talentos narrativos de los que Steven Spielberg ha hecho gala en no pocas oportunidades.

Esto le valió al filme un lugar privilegiado en la recaudación de taquilla a nivel mundial, amén de una infinita línea de merchandising, varios galardones técnicos e incluso la condescendencia de la crítica especializada para con los sacrificios argumentales necesarios a la hora de convertir la ambiciosa novela de Michael Crichton en un thriller de personajes más bien planos y monocordes, incapaces de conquistar la atención del espectador, secuestrada, como la del pequeño Tim, por los dinosaurios que contempla.

Se atenuó así gran parte de la intriga corporativa que sostiene el relato original y del triángulo amoroso entre Ellis Sutton, Alan Grant y el matemático Ian Malcom: todo el factor humano pasó a segundo plano, dejando el cenital a los dinosaurios, una disposición que se mantuvo y profundizó en las (cada vez) menos felices secuelas del filme, ya sin la gracia y el talento de un cuenta-cuentos experimentado como Spielberg. Si The Lost World (1997) se mostraba un tanto artificiosa y cliché, fue la abominable Jurassic Park III (2001) la que vino a sepultar la franquicia, que hoy Colin Trevorrow intenta, cual científico de InGen, excavar y revivir en su laboratorio.

El resultado es Jurassic World, un revival del guión de la primera instalación de la serie, casi igual en su contenido situacional básico: un niño fascinado por los dinosaurios y su hermano adolescente se extravían en el parque temático justo cuando los dinosaurios se salen de control.

Ingenieros irresponsables traicionando a la compañía, ventas ilegales de embriones de dinosaurio e incluso los alegatos del otrora inteligente Ian Malcom, aparecen de nuevo en esta cuarta película, pero masticados hasta convertirse en un gesto vacuo, irreflexivo, apenas un saludo a la bandera de la entropía.

Más planos y acartonados que nunca, los protagonistas sirven de fondo apenas al despliegue histérico de tecnología CGI, que fagocita cualquier intento de narrativa y apenas conduce a un final de batalla épica entre el clásico tiranosaurio y el indomitus rex: un dinosaurio creado en laboratorio para ser más grande, más fiero y "con más dientes".

La macdonalización de la ingeniería genética, tal y como lo señala uno de los personajes secundarios, ironizando sobre el nombre de la criatura: "Pepsisaurus", "Doritosaurus".

Esto hace una sátira involuntaria, tal vez, a la película misma y la franquicia toda, cuando no al Cine contemporáneo, pletórico en utopías corporativistas y mundos apocalípticos: los extremos del imaginario capitalista.

En ese sentido, los creadores de Jurassic World piensan igual que los inversionistas del parque en el relato, pues querían dinosaurios más grandes para impresionar a la audiencia y maximizar las ganancias. Así lo anuncia la empresaria protagonista: "A nadie impresionan los dinosaurios ya".

Lo trágico de Jurassic World estriba, en todo caso, en el descuido imperdonable de la narrativa: la tensión y el suspenso que podría generar resultan predecibles, complacientes, para nada impactantes en un público que ha sobrevivido a las tres anteriores. Un despilfarro de tecnología para contar lo ya contado (y mejor) veintidós años atrás. Hay cosas que deben permanecer extintas.