Camino a la facultad de Ciencias Sociales de la UBA, ubicada sobre Santiago del Estero, uno se adentra en el barrio de Constitución, uno de los más populares de Capital Federal. Miles de estudiantes concurren a ella diariamente para convertirse en lo que será en un futuro no solo su vocación sino también su profesión. La juventud de los estudiantes colorea aquellas calles vacías de vida y color.
Las calles que adornan la facultad y le agregan a su vez cierto aire de soledad, son en su mayoría casas o edificaciones descuidadas, un poco viejas y sucias.
Si uno no conoce la zona quizás nunca se le ocurriría ni siquiera pensar que en aquellas calles se alberga la tan conocida sede de la UBA. El silencio de esas cuadras a veces interrumpido por algún que otro auto, colectivo o por el grito de los niños jugando en el patio de recreo que se ubica enfrente recrean una atmosfera tranquila y amena que se rompe por la noche, cuando aquellas mismas calles se tornan un poco turbias y hasta peligrosas. Incluso el aroma en ellases único. Un mix de perfumes pueden confundir al transeúnte que si tiene tiempo podrá notar el olor de un comedor comunitario cercano, sumado al smog de los colectivos que transportan cientos de estudiantes, y heces que son casi una costumbre por esas cuadras.
Llegando a la facultad por aquellas veredas descascaradas, rodeado de edificios grises y apagados se puede observar, si se presta atención, uno que sobresale del resto. Esta casa que al igual que sus compañeras pasan desapercibidas por el barrio como otro rejunte de ladrillos es, quizás, la más llamativa. Y no se debe a que esté en mejor condición que el resto o más limpia su vereda.
Dos carteles de diferentes tamaños, texturas y hasta de dudosa procedencia están colgados en sus verdes puertas con dos anuncios que si bien son diferentes, están bien marcados. En uno se puede leer “Heladera con freezer. Vendo cama marinera o superpuesta. Últimos muebles.” En el otro un mensaje más corto “Mecánico dental” que está acompañado de un número telefónico ofrecido al público para pedir un turno.
A primera vista uno siente que el mensaje y el lugar no coinciden. Y a segunda vista también. Aquella casa con sus puertas cerradas, que con cartón cubre los vidrios rotos o la ausencia total de ellos, parece estar fuera de contexto con loque anuncia. Obliga a uno a pensar si de verdad se ofrecen ambos servicios en conjunto, por separado o simplemente se trata de una broma. Sin la presencia de un timbre y con las puertas cerradas, uno se imagina que ese pequeño lugar promete algo que no puede cumplir. No sería erróneo pensar que quizás es alguna persona que vive en la miseria y, que al quedarse sin casi nada, busca empeñar lo último que tiene y ofrecer un servicio de algo que quizás en algún momento daba.
Antes de abandonar la calle e ingresar a la facultad, uno se imagina si alguien, alguna vez, ha decido recurrir a ese lugar para un arreglo dental o por la compra de un mueble. Y la respuesta que surge es, bajo cualquier punto de vista, negativa.