El problema y a la vez la oportunidad de las sagas demasiado extensas es que cada vez hay menos expectativas respecto a lo que vendrá. Se suele dejar todo a la innovación, a la sorpresa de un giro inesperado, o en su defecto a la alegría del retorno, a la fidelidad nostálgica de quienes rinden culto al original y que, por la misma razón, jamás estarán conformes con las añadiduras posteriores. El reto reside, pues, en la innovación: la capacidad de reelaborar, de actualizar, manteniendo la esencia del relato pero no su contenido inmediato ni sus formas, tal y como ocurre con los mitos: ¿quién exige fidelidad, por ejemplo, a las versiones vigentes de los relatos infantiles, de ciertas leyendas o de clásicos como Romeo y Julieta?
En el caso de la celebérrima saga que inicia Terminator (1984), de James Cameron, continuada en 1991, 2003 (la peor de toda la serie), 2009 y la más reciente: Terminator (Genisys) (2015) de Alan Taylor, creo que ambas posibilidades se cumplen a cabalidad, con igual cuota de felicidad y de tristeza.
La primera parte del filme, desde su inicio hasta el viaje quántico al año 2017, rinde un gran homenaje a los primeros dos capítulos de la saga a través de un interesante trabajo de mash up: es una versión remixada de sus instantes más célebres y de su ritmo vertiginoso, paranoico, muy cercano al ambiente opresivo del techno-thriller original. La escena de combate entre el clásico personaje de Schwarzenegger y su versión joven de 1984 es de tanta potencia simbólica y discursiva, que a su lado palidece el duelo final entre Tiranosaurio e Indominus Rex de la infausta Jurassic World.
En cambio, a partir de 2017, se manifiesta una notoria debilidad argumental, rítmica e interpretativa. Si bien es interesante la idea de un John Connor (Jason Clarke), héroe de la resistencia, convertido en peón de la malévola Skynet, metáfora quizá de cómo los más rebeldes de los héroes son asimilados por el sistema, su puesta en escena es más bien tibia, tan carente de la frialdad robótica como del entusiasmo humano.
Lo mismo ocurre con las demás actuaciones y con los recursos narrativos, menos convincentes a medida que el guión abandona el homenaje y se adentra en sí mismo. Mención aparte a merita la innecesaria comicidad del T-800 "Pops" (Arnold Schwarzenegger), que en lugar de insinuar la paulatina e interesante humanización del robot, la caricaturiza.
A pesar de ello, el filme engendra interesantes conclusiones, sobre todo si se lo contrasta con el terror industrial de su cyberpunk nativo. El incansable robot asesino de la primera entrega se ha vuelto en este quinto episodio un padre sustituto, algo explorado en la versión de 1991 y que ahora, forzada a niveles casi cómicos ("Cuida a mi Sarah", le pide el T-800 a Kyle Reese [Jai Courtney] antes de sacrificarse), acusa el rol familiar, fetichista, cuando no ridículo, que asignamos en el siglo XXI a la tecnología.
Es propicio, en ese sentido, que Sarah Connor (Emily Clarke) dispare contra el hijo que en otros filmes intentaba a toda costa proteger y se aferre, en cambio, como la niña insegura en que involuciona al final del relato, a los brazos protectores de su guardaespaldas cibernético.
El complejo de Electra ha vencido a la madre guerrera, y el final feliz se impone rompiendo con la profecía autocumplida de las primeras entregas. He allí, también, el paradójico triunfo final de la máquina, lejos del ingenuo totalitarismo de Skynet: ocupar un lugar cenital en nuestros afectos.